De forma irremediable y sin que nadie lo esperara, Pep Guardiola rompió a llorar en la entrega de trofeos. Le buscaron las cámaras y la imagen quedará ahí para siempre. Tapándose la cara, temblando como un niño, Guardiola se humanizó mientras le abrazaba su íntimo Manel Estiarte, encargado de las relaciones institucionales del club. «Son cosas que pasan», explicó posteriormente.
A Guardiola no le gusta ser el centro de atención en las fiestas. Siempre comedido, concede el protagonismo a los jugadores, pero ayer en Abu Dhabi no pudo contenerse. Apenas lleva año y medio como entrenador profesional y ha vivido tan al límite que explotó con la conquista del único título que le faltaba al club, un trofeo que precisamente se le escapó cuando era jugador en aquella final contra el Sao Paulo de 1992.
El Barcelona de las seis copas lleva el sello de Pep. De hecho, a este equipo se le recordará por la marca del entrenador, fiel discípulo de la escuela preciosista de Cruyff y que traslada desde el banquillo la sabiduría que imprimía cuando vestía de corto. «Hemos hecho algo muy importante, pero sólo soy una persona extremadamente feliz y cansada», confesó para luego tirar de modestia: «No me consideró el rey del mundo».
Al Barcelona le queda ahora un reto de verdad. El 30 de junio de 2010, coincidiendo con el adiós de Joan Laporta del Camp Nou, acaba el contrato de Guardiola, que no tiene claro su futuro. «Se lo merece todo y su continuidad ayudaría a la estabilidad del club», señaló el presidente.
E.Y.
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