quarta-feira, 6 de janeiro de 2010

Amado Castro

No hay «error». Por más que Moratinos llame error a eso. Cuba es una dictadura. La más dura y añeja de Latinoamérica. Y el gobierno del señor Rodríguez Zapatero es su cómplice en Europa. Y da la puñetera casualidad de que el señor Rodríguez Zapatero acaba de entrar en su turno de presidencia en la UE. Castro es un veterano dictador, no un imbécil. Sabe muy bien hasta qué punto su cómplice español es hipérbole de esa visión pusilánime de la política internacional que ha hecho de España la chica de los recados de la dictadura castrista. Y sabe a la perfección -no hay dictador que no sepa eso- cómo se debe tratar a un pusilánime servicial: a patadas. La patada la ha recibido vicariamente Yánez, pero su destinatario está más alto: rebota del eurodiputado al ministro de Exteriores; del ministro al presidente del Gobierno; y de éste a esa Comunidad europea, ante la cual no hay valedor más firme de los altos valores castristas que nuestro lírico acunador de tierra y viento. Pero la tierra, en Cuba, no es del viento ni de la cursilería; la tierra es de los hermanos Castro. Conviene que el correveidile no se olvide de esas cosas.

Hay algo de sumamente misterioso en la humildad obsequiosa de los gobernantes españoles ante un tirano tan moral y materialmente zarrapastroso como el de la Habana. Yo puedo entender que gente civilizada bese los pies de los camelleros chapados en platino y diamantes que controlan el grifo del petróleo en la Península Arábiga: a partir de ciertas cifras de dinero, la dignidad queda en algo más leve y vulnerable que una pluma. Ante tanto sinvergüenza que aquí se ha hecho de oro como palafrenero de esa gente, uno puede sentir desprecio, debe sentir desprecio, pero nunca fingir extrañeza. Lo de Castro, sin embargo, es enigmático. Los viejos sacripantes con camisa azul franquista lo adoraban: veían en él la venganza histórica contra el perverso imperialismo yanky, que no contento con haber vapuleado al imperio español en 1898, se había permitido reducir a cenizas el ya tangible Reich del colega Hitler sobre Europa. Le ofrecieron socorro en los momentos más duros. URSS y colonias aparte, no hubo régimen político en el mundo que mantuviera un flujo comercial tan abultado con la dictadura de Castro, cuanto lo hizo el franquismo desde la entrada misma de los barbudos en la Habana. Vino la transición. Algún ingenuo pudo pensar que, con la democracia, llegaba, al fin, el momento de romper lazos entre ambas dictaduras. Poco duró la esperanza. La obscena imagen de González más Castro más dos tremendas mulatas, haciendo el ganso turístico en el Tropicana habanero, quedará como la foto más sucia -y no la menos significativa- del socialismo español. Pero no fue sino la hipérbole. Fraga, en amor castrista, no se quedaba atrás precisamente. Ni era mucho más discreto en su manera de expresarlo. Como en tantas otras cosas -sobre todo, en lo que a política internacional concierne-, Aznar fue la excepción. Ingenuamente, algunos pensamos que se rompía, al fin, la triste inercia de las dictaduras. Pero fue un espejismo sólo. Como en tantas otras cosas -y no sólo en lo que a política internacional concierne-, Aznar fue un paréntesis. Luego, las cosas -todas- volvieron por donde solían. Y Fidel Castro volvió a ser líder amado. Modelo universal: desde HB hasta PSOE.

La más larga dictadura, la que posee el alto título de haber generado la mayor tasa de exilio político del mundo... Eso amamos rendidamente en España. Eso fascina a González, a Chaves, a Moratinos, Zaldívar... No, no es error lo de los Castro con Yánez. Así tratan los amos siempre a la servidumbre.

Gabriel Albiac, catedrático de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid

www.abc.es

Nenhum comentário:

 
Locations of visitors to this page