quinta-feira, 7 de janeiro de 2010

Currículum de un kamikaze

Aún más abrumador que el deseo islamista de destruir Occidente es la persistencia occidental en mirar siempre para otro lado, como si así se aboliera la existencia del enemigo. En eso España fue un paradigma cuando la reacción posterior al 11-M consistió en circunscribir el horror a una causalidad acotada sin perspectiva, para luego replegarnos en una idea de no-agresión y diálogo que son las antípodas del comportamiento y razón de ser de Al-Qaeda. El dolor llevaba a considerar inverosímil que unos seres humanos estuvieran dispuestos a matar -a morir matando- por la causa fanática del islamismo. Poco faltó para que nos diésemos la culpa a nosotros mismos.

Desde entonces, una febril lucha en las sombras ha logrado la detención de sospechosos y evitar nuevos atentados, en España y en el mundo. Pero Al-Qaeda prolifera en el Magreb, en el Cuerno de Africa. Sigue en la frontera afgano-pakistaní. Mata. Afganistán es ahora mismo una encrucijada para la conciencia occidental. Previsiblemente, los modos operativos actuales van a ser revisados en profundidad. Entre otras cosas, en Europa y cada vez menos en los Estados Unidos nadie quiere ver regresar muerto de Afganistán al hijo de su vecino. Nadie quiere morir para que Afganistán sea una democracia. Todo estriba en hallar otros métodos para acabar con Bin Laden y los centros nucleares de su red.

A finales de año, un terrorista kamikaze mataba a siete agentes de la CIA y a un capitán del ejército jordano -primo lejano del rey Abdullah II-, en una base norteamericana de Afganistán. Era Al-Balawi, un médico jordano que -según decía ayer «The Times» de Londres- apoyó activamente a Al-Qaeda, pretendió secretamente trabajar para el espionaje jordano como infiltrado y finalmente se envolvió en explosivos para matar a los agentes de la CIA. Con datos sobre una operación terrorista, consiguió la difícil confianza de los reputados servicios jordanos de inteligencia, buenos colaboradores con los Estados Unidos, y más desde el 11-S. Han contribuido a acosar a Al-Qaeda en Irak. Luego les dio falsas pistas sobre el entorno directo de Bin Laden para que le llevasen a Afganistán. Allí murió matando.

El caso Al-Balawi compite con la intricada trama de «Red de mentiras», la novela de David Ignatius, columnista de «The Washington Post», muy buen conocedor del Oriente Medio. El protagonista es una agente de la CIA que intenta penetrar en las redes de Al-Qaeda con la ayuda del espionaje jordano, de tormentas digitales y de espectaculares cepos en la inmensidad de internet. Ridley Scott llevó la novela al cine. Ese Oriente Medio sigue siendo una selva de espejos deformantes, en la que la vida humana no tiene ningún valor.

¿Era Al-Balawi un agente con dos o tres presuntas lealtades? En realidad, únicamente fiel al fanatismo islamista y al terrorismo como forma de acción. Lo explicaba «The Times». Siempre había dicho que su gran sueño era morir como mártir en la guerra santa contra los Estados Unidos e Israel. Dejó de escribir a favor de la «jihad» y de llevar una web «jihadista para pasar a la acción y coincidir en el paraíso con todos los «jihadistas» que compartían su visión. Esa es la joven generación de la «jihad». Nacido en 1977, fue el primer árabe en unirse a las filas talibanes en Pakistán. Esa nueva generación perpetúa un encono inconmensurable contra lo que entendemos como civilización occidental. Mucho más real que ficticio, lo decía uno de los personajes de David Ignatius: «Esta es una guerra larga». Sí, muy larga.

Valentí Puig

www.valentipuig.com

www.abc.es

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