El progresivo avance de la Navidad abstracta, que poco a poco se va imponiendo mediante la abolición más o menos silenciosa de símbolos religiosos, tropieza en el mito de los Reyes Magos con la última barricada que le separa del triunfo completo. El laicismo en boga ha sustituido la tradicional iluminación urbana por un decorado vagamente panteísta, ha neutralizado o suprimido muchas funciones escolares, ha abolido la iconografía cristiana de los christmas y ha arrinconado los belenes institucionales en beneficio del neutro árbol anglosajón, pero no encuentra el modo de superar la expectativa multitudinaria de esta gran noche de la ilusión infantil sin cometer un crimen contra la inocencia. El auge de Papá Nöel, Santa Claus, el olentzero y demás leyendas de la Nochebuena no ha podido derribar en España la supremacía mágica de Melchor, Gaspar y Baltasar; si acaso mantener una cohabitación razonable mientras la crisis no imponga a las familias la necesidad de escoger una sola oportunidad para la ceremonia fascinante de los regalos y los juguetes. Cuando eso ocurre, el liderazgo de los Reyes se muestra entre nosotros terminante, avasallador y perentorio. Incólume.
Bien es cierto que de todo el relato católico de la Navidad el episodio de la Adoración de los Magos es el de más débil base evangélica -sólo lo menciona Mateo, sin atribuirles la condición de reyes ni especificar el número-, que sus detalles proceden de una posterior tradición semiapócrifa y que el carácter fantástico, mestizo y orientalista del mito le otorga una condición fácil de integrar en el discurso multicultural; sin embargo resulta imposible soslayar de esta celebración su potente simbología religiosa, vinculada de forma inapelable al Nacimiento de Jesús y a un ritual de pleitesía y reconocimiento de su origen divino. La celebración navideña puede encontrar sucedáneos antropológicos más o menos genéricos pero el bucle postrero de la Epifanía consagra el protagonismo esencial del Niño con la fuerza imparable de un homenaje a la infancia.
Es ahí, en el mundo sagrado e intocable de los sueños infantiles y de su evocación melancólica por los adultos, donde reside el secreto de la resistencia victoriosa de esta fiesta quimérica. Nadie se atreve a alterar el derecho de los niños a mantener viva la bellísima leyenda de esta fantasía candorosa, capaz de arrasar la inútil autocensura que la sociedad occidental se impone a sí misma para eliminar de su identidad moral la huella de una de sus más hermosas tradiciones espirituales. No habrá belén, ni estrella, ni pastores, ni ángeles, pero al cabo vienen los Reyes con su cortejo esplendoroso de imaginación y de utopía. Y no hay modo coherente de contar ese relato extraordinario sin la referencia última de un Niño en el que simbolizar el comienzo inocente y liberador de una nueva Historia.
Ignacio Camacho
www.abc.es
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