Por no saber, ni siquiera sabemos cuál era su número exacto. Así pues, ¿quiénes fueron estos hombres venidos de Oriente -los primeros adoradores de Cristo, con permiso de la Virgen María, San José y los pastorcillos- para postrarse ante el Niño Jesús con oro, incienso y mirra?
Para referirse a ellos, San Mateo emplea una palabra de origen indoeuropeo: magoi. Se trata de un vocablo con el que hacía referencia a los miembros de la casta sacerdotal persa. Estos “magos”, además de ocuparse del culto divino, fueron muy respetados durante toda la Antigüedad por sus conocimientos de ciencias naturales, medicina, astronomía y astrología.
Es difícil saber su origen. La expresión “magos de oriente” no da lugar a muchas precisiones. La mayoría de los expertos se inclinan a pensar que provenían de Persia, pues este era el país oriundo de la casta de los magos. Caldea, el reino de los Partos o Arabia son otras de las opciones que a día de hoy todavía se barajan.
La lectura de la Biblia también revela que el título de reyes no aparece por ningún lado. En los monumentos más antiguos no se les representa con atributos reales; simplemente aparecen vestidos con trajes propios de persas ricos. Será a partir del siglo VI cuando se generalice la tradición popular, que todavía perdura, en la que se atribuye dignidad real a los magos del Evangelio.
Su número exacto tampoco se puede inferir de la Sagrada Escritura y, además, tampoco existe un consenso sólido al respecto. En los monumentos más antiguos podemos ver dos, tres, cuatro y aun más reyes magos. San Juan Crisóstomo y las iglesias sirias y armenias hablan de hasta doce.
Sin embargo, entre las iglesias latinas la tradición los cifra en tres, número que parece haberse fijado a partir del papa San León Magno. La triple ofrenda que los magos hicieron al Niño Jesús, así como la leyenda que les hace representantes de las tres grandes razas humanas (Sem, Cam y Jafet) parece ser el motivo de decantación.
El enigma de la estrella
Idéntica incertidumbre reina sobre la fecha exacta de su llegada a Belén. La mayor parte de los Padres sostienen que los magos llegaron a la cuna de Jesús no mucho después de su nacimiento. San Agustín afirma que fue unos cuantos días más tarde, el 6 de enero, día de la Epifanía. El mismo texto evangélico así lo da a entender: “¿Donde está el rey de los judíos que ha nacido? Porque hemos visto en Oriente una estrella y venimos a adorarle”.
La estrella a la que se refieren los magos ha sido y seguirá siendo otro de los misterios que rodean su figura. ¿Se trató de una revelación particular o fue un astro visible por todo el mundo?¿Era un cometa, tal y como han pensado muchos a lo largo de la historia, incluido Orígenes? La teoría más aceptada a día de hoy es la que sugirió por primera vez Johannes Kepler en el siglo XVII.
El astrónomo alemán observó el 17 de diciembre de 1603 la conjunción de Júpiter y Saturno en la constelación de Piscis. Kepler conocía los comentarios del rabio Isaac Abravanel (1437-1508), donde señalaba que los astrólogos hebreos de la Antigüedad habían indicado que el Mesías tenía que aparecer justo con esa conjunción. Los cálculos de Kepler, hoy corroborados, le llevaron a concluir que en el año 7 antes de Cristo se produjo la misma constelación, perfectamente visible en toda el área mediterránea.
La visión de una señal en el cielo, ya fuese de origen natural o sobrenatural, se adecúa a la mentalidad de aquel tiempo, según la cual todo gran acontecimiento en la tierra era presidido por un signo celeste. También sabemos que los magoi muy probablemente eran expertos astrónomos. No obstante, de ver una señal en el cielo, por extraordinaria que fuera, a interpretarla como el signo del advenimiento del Mesías media un salto demasiado grande.
Para ayudarnos a comprender esta interpretación tan osada de la estrella es conveniente recordar el presentimiento que se había difundido por todo el Imperio Romano, especialmente en sus provincias orientales. Tanto en el mundo pagano como en el judío existía la conciencia de vivir un final de época.Desde las distintas tradiciones religiosas se esperaba la llegada de una nueva era para la humanidad que habría de ser precedida por un glorioso personaje procedente de Judea.
El mesianismo judío no hacía más que avivar estas esperanzas por todo el Imperio Romano. Hasta los judíos de la diáspora se entregaban a un proselitismo que atraía a las almas más elevadas de un paganismo en descomposición.
Algunos de los grandes escritores de Roma -Virgilio, Tácito, Suetonio, Flavio Josefo- recogen en su obra este presentimiento. Incluso las antiguas tablas astronómicas de Babilonia manifiestan un vivo interés por la Palestina de donde habría de venir el libertador del género humano.
Oro, incieso y mirra
Ante esta situación, se entiende que la llegada de aquellos magos orientales a Jerusalén, la capital del reino judío, cause honda conmoción: “¿Donde está -preguntan- el rey de los judíos que acaba de nacer? Porque hemos visto su estrella en Oriente y venimos a adorarlo”. Los noticia surca toda la ciudad y pronto llega al palacio real: “Herodes se turbó y toda Jerusalén con él”.
El déspota teme que el Mesías le expulse de su trono. Por su parte, los habitantes de la ciudad ven próximo el cumplimiento de sus esperanzas mesiánicas, pero tiemblan ante los torrentes de sangre que Herodes es capaz de hacer correr con tal de preservar su corona.
El tirano ya sabe por los magos que ha nacido el Mesías. Para conocer el lugar exacto de su nacimiento convoca al gran consejo eclesiástico de los judíos, el sanedrín. Las profecías al respecto son unánimes. La respuesta era breve y precisa: “En Belén de Judá”.
La tradición de la Iglesia ve aquí el inicio del cumplimiento de las profecía de Simón; los magos -la gentilidad- emprenden un largo y fatigoso viaje para buscar al Mesías. Por contraste, Herodes lo quiere matar y los escribas y sacerdotes del Templo se contentan con señalar fríamente el lugar de su nacimiento.
Acto seguido, Herodes convoca a los magos en audiencia secreta a su palacio. Quiere saber el momento en que apareció la estrella por primera vez al suponer, con razón, una relación entre aquella fecha y el nacimiento del Mesías. Después, envía a los magos a Belén: “Id e informaos con toda diligencia sobre este niño; y cuando lo hayáis visto, pasadme aviso para que yo también pueda adorarlo”.
Los magos parten hacia la pequeña ciudad sin sospechar los infanticidas planes del monarca. “Y la estrella… iba delante de ellos, hasta que llegó y se detuvo encima del lugar donde estaba el niño”. El astro les precede en la noche dándoles a entender que no se trata todo de un invento de su imaginación, hasta que, por fin, se detiene.
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