segunda-feira, 22 de fevereiro de 2010

Siervos de lo más necio

En enigmáticos versos que cierran el tercero de sus Cantos, evoca Ezra Pound las lascas de yeso caídas de cierto muro palaciego, sobre el cual pintó sus frescos Andrea Mantegna: «Piltrafas de seda, Nec Spe Nec Metu». Sin esperanza ni miedo, fue el lema que eligiera para su escudo de armas la paciente ajedrecista política que fuera Isabella d´Este. Y de ella lo tomaría Maquiavelo, como ella verosímilmente lo había tomado primero del Cicerón que alaba a aquellos hombres libres a los cuales «ni el temor ni la violencia, ni la esperanza ni el miedo» movieron a ceder al despotismo. No existe clave mayor del pensar político moderno que la que encierra esa paradoja: en su génesis de servidumbre, la esperanza y el miedo son lo mismo.

Nada en la política moderna escapa a ese axioma, que lleva a cada uno a delegar su destino en las manos y el arbitrio del que manda. Quien maneja el poder administra el futuro. Y hace de cuanto él promete herramienta para la esclavitud voluntaria. Esclavo es quien renuncia al presente para soñar lo que el porvenir dice reservarle: ya sea el aterrador castigo que teme o el fastuoso beneficio que espera. Da igual. Lo esencial es que eso -bueno o malo- no sea para hoy. Lo esencial es que mi renuncia ante aquel al cual atribuyo la potestad deífica sobre lo espantoso o lo excelente, me haga transferir a su voluntad soberana mi voluntad precaria. Y que, al fin, halle yo más placer en aguardar sus beneficios -o sus no maleficios, al menos- que en afirmar cualquier deseo o placer presentes míos. El futuro ya no es nada que me concierna. El futuro está en la mano de quien, ungido por la voluntad pública, pasa de ser el más perfecto imbécil a ser la encarnación de todas las virtudes. Que los infantilismos de alguien de la entidad moral e intelectual de José Luis Rodríguez Zapatero puedan ser aceptados por gentes adultas, sólo esa aberración puede explicarlo. Un imbécil con la capacidad material de prometer cielos o infiernos que da la máquina de guerra llamada Estado, se trueca en angélico profeta ante el común ciudadano que fluctúa entre el terror a un desastre económico que se lo está llevando por delante y el anhelo de creerse que sólo si es obediente se dignará salvarlo el amo en el último instante.

No hay esclavitud mayor que ésa, escribe Baruch de Spinoza, en el cercanísimo año de 1677: «Un hombre tiene a otro en su poder cuando lo ha encadenado, le ha privado de armas y medios para defenderse o huir, o bien cuando lo ha ligado a sí con tales beneficios que éste desee más ajustarse a los criterios del primero que a los suyos propios, y vivir conforme a las preferencias de aquél más que conforme a las suyas. En los dos primeros casos, quien posee el poder se ha apoderado del cuerpo del otro, pero no de su mente; en los dos últimos, ha impuesto su derecho tanto sobre su mente como sobre su cuerpo, durante tanto tiempo cuanto duren el miedo y la esperanza».

Nada que no sean desdichas nos trajeron estos seis años de Zapatero. Descrédito, ridículo, ruina... Una excelente planificación de miedo y esperanza mantiene el disparate en pie: terrores pueriles a una demoníaca derecha inventada por la eficaz apisonadora mediática; esperanzas disparatadas, que un bombardeo televisivo idiotizador trueca en certezas. Bastaría plantarse, ojos abiertos, ante la farsa. Pronunciar la vieja fórmula ciceroniana: nec spe nec metu! «¡Ni esperanza ni miedo!» Y el palacio de espejos del poder se haría añicos. Y todo, gongorinamente, se trocaría «en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada». Pero, ¿quién tiene ya fuerza para enfrentarse a la luz?

Gabriel Albiac

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