terça-feira, 29 de dezembro de 2009

El Islam en una sociedad libre



Hina tenía 20 años. Se ganaba la vida en una pizzería, fumaba, lucía un pequeño tatuaje y vestía como las chicas de su edad: pantalones de tiro bajo y ombligo al aire. A mediados de agosto de 2006 fue degollada por su padre, un paquistaní que había llegado a Italia diez años antes. Amparado por la comunidad musulmana, enterró el cadáver en el patio de su casa de las afueras de Brescia, con la cabeza hacia la Meca. Hina fue asesinada porque vivía demasiado «a la occidental» y, enamorada de un joven italiano, rechazaba el matrimonio de conveniencia que su familia había cerrado en Paquistán.

Mejor suerte corrió la mujer de Reus que hace semanas escapó milagrosamente de sus captores salafistas. Acusada de haberse enamorado del hombre equivocado, había sido «juzgada» bajo la implacable ley del Corán y condenada a muerte. El imperio de la sharia, tal y como se aplica en Somalia o Afganistán, mostraba por primera vez su abominable rostro en esta España liderada por quienes les produce urticaria la existencia de verdades absolutas, valores innegociables y principios universales. Apóstoles del multiculturalismo, esa nueva bandera de la izquierda relativista que sostiene que toda cultura debe ser respetada, por muy ofensiva que sea para los que no pertenecen a ella. El desafío ya está aquí. La incorporación a nuestras sociedades libres de una cultura de aliento religioso que no se conforma con la sumisión voluntaria o impuesta de sus fieles y no renuncia a una aplicación integrista allí donde se expande gracias a la inmigración creciente, va a poner a prueba los cimientos de la civilización occidental, la solidez de nuestros valores, la convicción en la defensa de los mismos y los límites de las sociedades abiertas.

El pluralismo, la tolerancia, la diversidad y el respeto a las minorías son piezas indispensables de la democracia liberal. ¿Pero son infinitamente elásticas? ¿Cuán abierta puede ser una sociedad abierta para seguir siéndolo? Giovanni Sartori, el gran teórico de la democracia, establece tres criterios básicos para la convivencia en la diversidad: «El primero es la negación del dogmatismo, es decir, precisamente todo lo contrario que predica el Islam. Cualquier cosa que uno haga tiene que ser explicado por argumentos racionales. No vale eso de que Dios lo dice. El segundo es que ninguna sociedad puede dejar de imponer el principio de impedir el daño y esto supone que todas nuestras libertades siempre acaban donde supondrían un daño o peligro de daño al prójimo. Y el tercero es el de la reciprocidad: no podemos ser tolerantes con la intolerancia. Si entras en un país que no es el tuyo y te beneficias de ello, considerando que no se te ha obligado a acudir a él, entonces debes atenerte a los valores básicos de la sociedad que te acoge. Si no lo aceptas, no es que yo te vaya a echar, pero no debe hacerte ciudadano con los mismos derechos de un país cuyas reglas no aceptas».

La religión católica fue durante mucho tiempo muy intolerante. Hoy no se lo puede permitir, aunque muchas veces quisiera. Ya ha perdido para siempre la ocasión de serlo. Pero el Islam sigue pensando en el poder de la espada. Lo sorprendente es que quienes tratan de imponer un laicismo visceral y no pasan una a la iglesia de Roma, sean los más condescendientes con un credo que combate como infieles a quienes no aceptan sus preceptos.

A la Iglesia católica no le gusta perder fieles cada domingo, pero se tiene que aguantar. Sabe que o convence con la palabra y con ejemplos de vida, o sus parroquias seguirán vaciándose. El Islam no se lo permite, ni siquiera con quienes desde hace años viven en un Occidente que entregó la sangre de muchas generaciones en la conquista del respeto a la libertad de creer o no, y a no ser perseguido por lo uno o lo otro. Hina fue asesinada por el delito de vestir vaqueros y enamorarse de un joven italiano. Theo Van Gogh, por la osadía de plasmar en una película el sometimiento de la mujer en el Islam. Hirsi Ali tuvo que emigrar de Holanda porque un juez amparó la cobardía moral de sus vecinos: temían por su seguridad al haberse convertido la diputada somalí en un objetivo de los islamistas por su rebeldía contra el matrimonio forzoso, la ablación del clítoris o la obligación de rezar cada noche por el exterminio de los judíos.

Cegada por su antiliberalismo congénito, la izquierda mundial lleva años haciendo malabarismos intelectuales para buscar excusas al totalitarismo islamista. El semanario «Charlie-Hebo», juzgado en Francia por la publicación de las caricaturas de Mahoma, situó el debate en su justo término: «No se trata de un choque de civilizaciones o de un antagonismo Occidente-Oriente, sino de una lucha global entre demócratas y teócratas». Quizá así se entienda el grito que los suizos, tan pacíficos y neutrales siempre, han lanzado y que ahora resuena en todos los rincones de esta vieja y cansada Europa.

Agustín de Grado
Director de Informativos de Telemadrid

www.larazon.es

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