Tres secuestrados más. Por Al Qaida, parece. La guerra sigue. Y «la guerra» -escribe Claussevitz- «es un asunto tan peligroso que los errores debidos a la benevolencia son los más graves de todos». Su lógica es impecable: creada en el enemigo la convicción de nuestra debilidad, nada pondrá ya freno a una ofensiva que hemos hecho aparecer como muy fácil. «Si uno de los dos bandos utiliza la fuerza sin remordimiento y no se detiene ante el derramamiento de sangre, al tiempo que el otro se contiene, aquel bando tendrá ventaja». Y esa ventaja hará de las buenas intenciones material para lo peor. Porque no hay misterio: tras constatar que la victoria es fácil, el ataque de «aquel bando obligará al otro a reaccionar, cada uno arrastrará al contrario a situaciones extremas» y la dosis de muerte crecerá exponencialmente. Fue Sun-Tzú, el primer gran tratadista bélico, quien formula su principio inquebrantable: las guerras se ganan antes de darlas, allá donde la reputación de fuerza propia exime de que nadie asuma el riesgo excesivo de atacarnos. En el origen de las guerras más aniquiladoras está la debilidad. O, con aún más catastróficos resultados, la pusilanimidad de quien gobierna.
Porque estamos en guerra. Formalmente. Desde que el ataque del 11 de septiembre de 2001 rompiera el último espejismo. Guerra de religión del Islam contra los no creyentes. Yihad, a cuyo cumplimiento el Corán ata el destino de sus fieles. Podemos cerrar los ojos. Negarnos a leer los pasajes que en el Libro llaman a la aniquilación de cuantos no se atengan a su fe. Hacer como que no vemos la literal aplicación de un Libro que veta cualquier interpretación o interrogante a sus devotos; de un Libro que debe sólo ser diariamente repetido y aplicado. Podemos olvidar también que, en la norma coránica, aquello que fue de Dios lo es para siempre. Y que ningún retorno a otra cosa hay en el hombre o en el territorio que fue alguna vez honrado con la condición musulmana. El apóstata es automático objeto de pena de muerte; la tierra que traicionó al Islam al cual perteneció, debe ser inexcusablemente recuperada. Si alguien quiso pensar que la reivindicación de Al Ándalus -que significa España, no Andalucía- por Ben Laden, en el primer comunicado que siguió al ataque contra las Torres Gemelas y en todos los que vinieron luego, es un exceso retórico, es que no ha entendido nada. Para un musulmán estricto -o sea, para un musulmán- España -Al Ándalus- es intemporal tierra del Misericordioso, al mismo título que pueda serlo Palestina. La legitimidad de la nación española es, para un creyente, de idéntico orden que la de la nación israelí: una abominación contra el designio del Grande, del Misericordioso; un sacrilegio para el cual no cabe perdón divino.
No es posible negociar eso. Somos -sólo precedidos por Israel y los Estados Unidos- objetivo prioritario de Al Qaida. Porque somos la más preciosa -y la más dolida- amputación que la historia legendaria del Islam registra. España -Al Ándalus- no era periferia o colonia; fue el corazón del Islam. Nunca dejará de serlo. Porque Alá no renuncia jamás a lo que hizo suyo. Somos débiles, además. Nos rendimos, en 2004, al único y terrible ataque recibido. A la inversa de lo que sucedió en los Estados Unidos, y luego en Gran Bretaña, cumplimos los dictados de nuestros asesinos. Nos hemos rendido hasta a los irrisorio piratas de Somalia. Seguiremos rindiéndonos frente a todo aquel que haga signo de amenazarnos. Y cada vez serán más, y cada vez seremos más débiles, y cada vez más esclavos, más en el último centímetro de tierra firme. Un paso atrás, y el abismo.
Gabriel Albiac - Catedrático de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid
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