Establecía Pascal una clasificación de las personas, según su relación con Dios: «Los que habiendo encontrado a Dios le sirven, los que no habiéndolo encontrado se dedican a buscarlo y los que viven sin haberlo encontrado y sin buscarlo. Los primeros son razonables y dichosos, los últimos son estúpidos y desdichados, los del medio son desdichados y razonables». Sin entrar a discutir si el ateísmo puede ser razonable (extremo que Pascal niega), salta a la vista que ninguna de estas tres categorías humanas sirve para explicar la aversión que en determinadas personas provoca la contemplación de un crucifijo: para los creyentes, en esos dos maderos se cifran los misterios de la fe; para los ateos que se dedican a buscar, el crucifijo constituye un acicate de su búsqueda, en el que además pueden descubrir unidas las más nobles vocaciones humanas; para los ateos que no buscan (y aquí podríamos incluir también a quienes profesan otras religiones), el crucifijo es una figura carente de significado religioso, en la que acaso hallen un sentido histórico, como el cristiano puede hallarlo en las estatuillas con que los paganos representaban a sus dioses penates.
Pero salta a la vista que en la clasificación de Pascal falta una cuarta categoría humana, que es la de quienes han encontrado a Dios y no le sirven; o, empleando la expresión de la Epístola de Santiago, quienes «creen y tiemblan». A esta cuarta categoría humana dedica el francés Fabrice Hadjadj su grandioso ensayo La fe de los demonios, o el ateísmo superado (recién editado por Nuevo Inicio), a mi modesto juicio el mejor libro de teología divulgativa que se ha escrito en décadas, donde a la par que una reflexión brillantísima sobre la lógica del mal se nos ofrece una interpretación dilucidadora de algunos de los grandes asuntos de nuestro tiempo. Quienes creen y tiemblan necesitan ocultar su temblor (que es el temblor del odio) con disfraces diversos; y uno de los disfraces más finos y eficaces es la coartada jurídica del laicismo, en la que se envuelven para afirmar que la presencia de un crucifijo conculca la libertad religiosa. Tal afirmación, a la mera luz del sentido común, resulta tan estrambótica como afirmar que la presencia de un hombre laborioso conculca el derecho a la huelga; pero quienes creen y tiemblan han logrado imponerla para disfrazar su odio.
Ahora una comisión parlamentaria insta al Gobierno a retirar los crucifijos de los centros escolares, en aplicación de una sentencia europea que establece esta afirmación estrambótica. En esa petición vemos el modus operandi de la lógica del mal: puesto que la presencia de un crucifijo conculca la libertad religiosa, cualquier escuela que lo muestre en las paredes de sus aulas se está declarando contraria a los valores constitucionales. Y la conditio sine qua non para que una escuela pueda acogerse al régimen de conciertos es el respeto a los valores constitucionales; ergo las escuelas concertadas católicas tendrán que avenirse a retirar los crucifijos, si desean seguir beneficiándose de dicho régimen. Así funciona la lógica del mal; y, como buena hija de su padre, no parará hasta imponerse. Esa iniciativa parlamentaria, por supuesto, no anhela tanto el fruto inmediato como la siembra: no le interesa tanto obligar hoy a las escuelas concertadas a retirar el crucifijo como aniquilarlas por asfixia económica mañana, o -lo que aún causaría un placer más voluptuoso a quienes creen y tiemblan- obligarlas a que se desnaturalicen, a cambio de unas monedas; pero para lograr su aniquilamiento o desnaturalización primero conviene ir preparando el terreno. La suerte de la escuela católica ha sido decretada; y algunos pobres ilusos aún insisten en la cantinela de la «cortina de humo». Bastaría que afinasen un poco el olfato para que distinguieran de dónde procede el humo.
Juan Manuel de Prada
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