De la Nación, al Estado. Conseguida la primera, los independentistas catalanes y vascos están en la conquista del segundo. Es el «salto» que define nuestro momento político. Con una diferencia: mientras los partidarios del «statu quo» viven instalados en la beata seguridad que proporciona la realidad histórica, los independentistas son conscientes de que su empresa es tan dificultosa y arriesgada que no les da tregua para el relajo. Como todo «ideal». Para los primeros, las rebeliones y las guerras, que se hicieron por este, vinieron seguidas siempre de una vuelta a España, monárquica o republicana, dictatorial o democrática. Pero esta de ahora es, ya, la lucha final.
En el País Vasco y en Cataluña las formas de secesión van por caminos distintos como distintas han sido sus expresiones nacionalistas en el último medio siglo. Como diría Arzalluz, a la idiosincrasia catalana no le va la pistola. En Cataluña se pasó de la «rauxa» al «seny» que aquí curiosamente se identifica con desobediencia civil. Al estilo Laporta. Ni siquiera al de Carod Rovira. Las consultas populares sobre la independencia que se están haciendo en los Ayuntamientos están organizadas por encima del sistema partidario. Un ensayo de rebelión «cívica» antiinstitucional.
En el País Vasco el punto en el que está el debate «territorial» es la búsqueda de formas superadoras del terrorismo. Al parecer, la gran dificultad en la que se encuentra el diálogo entre ETA, Batasuna, EA , etcétera, es la de dar con una nueva vía que no deje el pasado de sangre y muerte de ETA como un trágico error histórico. Las negociaciones tendrían que dar por cubiertas unas conquistas achacables a la utilización del terror. Habría que reconocer el sentido de lo que si no quedaría para el futuro como puro crimen. En todo caso, los independentistas catalanes y vascos han tirado por la taza del váter la Constitución cuyo 31 aniversario acabamos de celebrar.
César Alonso de los Ríos
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