Esta semana se ha celebrado en Madrid el Campus de Excelencia, una de las reuniones de sabios más estimulantes que conoce el planeta. Casi una veintena de premios Nobel y un selecto puñado de estudiantes han compartido unos días para charlar sobre aspectos de actualidad científica como el supuesto calentamiento de la Tierra, las nuevas energías, los retos sanitarios del siglo XXI o las biotecnologías. |
Auspiciados por medios como la revista Quo y bajo la presidencia inaugural de Esperanza Aguirre, unos y otros tuvieron oportunidad de hacer algo que, últimamente, parece que escasea en los predios científicos: discutir.
Y allí, encerrados, al calor de los suyos, los sabios se atrevieron a decir cosas que quizás en otros entornos se habrían revelado impensables. Ahí estaba, por ejemplo, todo un premio Nobel de Química, Harmut Michael, osando plantar cara al presidente de The Climate Project en España y advertirle de que no encuentra justificación alguna, desde la ciencia, para considerar que el cambio climático es una amenaza para la sociedad.
Su valentía, lejos de convertirse en un exotismo, sirvió para levantar en la sala los ánimos de un debate que se antoja largamente soterrado. Puedo dar fe (como modesto moderador de la ponencia) de que a mi mesa llegaron decenas de solicitudes de palabra para apoyar al veterano Nobel. Y es que, de repente, en cada vez más foros científicos levantar la voz del escepticismo empieza a dejar de estar mal visto.
Son ya muchos los años que llevamos desde estas páginas pidiendo a gritos un debate abierto sobre el cambio climático, recogiendo la voz a menudo sofocada de quienes dudan, matizan, critican o directamente niegan muchos de los postulados impuestos por la corriente dominante, invocando el escepticismo como una virtud insoslayable del buen científico y asistiendo con perplejidad al silencio de la comunidad resistente en los foros públicos.
En los últimos días, en este periódico se ha trabajado duro para sacar a la luz algunas irregularidades en la comunicación científica que, de haberse producido en cualquier otra área de la investigación, hubieran merecido numerosísimas portadas en todo el planeta. Y no quisiera pecar de optimismo ingenuo si les confieso que algo está cambiando en el mundo de la meteorología, y puede que no sea precisamente el clima.
En la misma sala donde Michael arrojó valientemente sus dudas sobre el IPCC, otros ilustres científicos recordaron que no es posible plantear un futuro sostenible sin energía nuclear, y otros más se conjuraron para eliminar de una vez por todas el miedo social a la manipulación genética de alimentos.
Las loas a la energía atómica no sólo llegan en virtud de su eficacia tecnológica, sino que abundan en sus excelencias medioambientales. En el mapa de emisiones de CO2 de Estados Unidos, se dijo, hay dos estados que destacan como el yin y el yang. Uno es Vermont, el estado menos emisor. Otro es Washington, que emite 520 veces más gases a la atmósfera que el primero. La diferencia parece evidente. Vermont recibe la mayor parte de su electricidad de un reactor nuclear instalado hace 30 años. Washington calienta sus inviernos con plantas de combustible fósil. No hay duda científica al respecto: una central nuclear emite a la atmósfera entre un 94 y un 98 por 100 menos de CO2 por kilowatio hora que la siguiente energía menos emisora, el gas natural.
Los beneficios de la manipulación genética no le andan a la zaga. Cultivar arroz transgénico en grandes extensiones del planeta podría ahorrar hasta 50 millones de toneladas de CO2 al año a nuestra atmósfera. Hay que tener en cuenta que la agricultura produce el 14 por 100 de las emisiones de gases de efecto invernadero mundiales. Mantener alimentados a 6.000 millones de personas produce más CO2 que todos los barcos, coches, aviones y trenes del planeta.
El desarrollo de estrategias aún más ambiciosas para introducir transgénicos podría tener, además, un glorioso efecto secundario: es lo que Craig Venter a definido como "la creación de una nueva economía en la que los procesos industriales fuera sustituida por procesos bioquímicos". El ladrillo, el tornillo y la cadena de montaje son aún rémoras de una estructura económica que podría tener los días contados. La mayoría de los productos y servicios que se ofrecen en esa vieja economía podrían generarse en un futuro no muy lejano en laboratorios de bioquímica, a través de sistemas de manipulación genética, reprogramación celular, generación de nuevos materiales y nanotecnologías.
Cualquier intento por reconvertir nuestra economía arcaizante en una nueva fuente de riqueza pasa por afrontar con valentía las oportunidades de la genética. Eso sí que sería una apuesta seria y sostenible por un cambio de modelo industrial.
Pues de todo esto se habló en el Campus de Excelencia 2009, en las sesiones al público y en los corrillos privados. Y de todo eso uno salió con la sutil sensación de alivio de que algunos de los malos de siempre empezamos a serlo menos: las dudas sobre el clima, la energía nuclear, los alimentos transgénicos... pueden ser invocados con la boca un poco menos pequeña cada vez. ¿Soy un ingenuo?
Jorge Alcalde
http://findesemana.libertaddigital.com
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