terça-feira, 2 de fevereiro de 2010

La cadena perpetua

Como si no tuviéramos ya bastantes disputas, los españoles nos hemos enzarzado en otra sobre la cadena perpetua, con el ardor que solemos poner en ellas, tal vez porque toda controversia termina siendo religiosa entre nosotros, no importa si los que intervienen lo sean o no. Ello significa intercambiar dogmas, no argumentos, y la casi imposibilidad de acuerdo.

Para empezar, hay que decir en ésta, que las penas judiciales no tienen una sola función, tienen varias: el castigo del delito -de ahí su nombre de «pena»-, el resarcimiento de la víctima -aunque sea sólo moral-, la defensa de la sociedad, -apartando de ella al infractor por un periodo de tiempo acorde con la falta- y, a ser posible, la rehabilitación del condenado. Orientar todo el sistema penal a esto último, como hace nuestra Constitución, lleva en muchos casos a una de las mayores aberraciones judiciales: a que las víctimas sufran más que sus agresores. Me refiero a los casos de delincuentes irrecuperables. Que los hay.

El hasta ahora más amplio, serio, concienzudo estudio sobre el delincuente lo realizó el doctor Samuel Yochelson, tras pasarse quince años por cárceles, analizando reclusos de todo tipo, invirtiendo hasta ocho mil horas con algunos de ellos, entrevistando a sus familiares, maestros, novias, amistades y socios, para recogerlo en los tres volúmenes de su obra «The criminal personality», donde llega a la conclusión de que el verdadero delincuente nace, no se hace, por lo que tampoco se rehabilita, excepto en casos excepcionales, y eso sólo hasta cierto punto.

Son conclusiones muy duras, pero avaladas por datos incontrovertibles. El primero, que la pobreza no produce la delincuencia. Bastantes de los entrevistados venían de familias en buena posición. Todos prácticamente tenían hermanos y hermanas normales, si bien desde pequeños habían sido «diferentes» de ellos, con una tendencia acusada a mentir y hurtar pequeñas cosas a sus padres y hermanos ya a partir de los cinco años. El «niño delincuente» suele ser despierto, hábil, inquieto, bien parecido, pegado a su madre, ansioso de lo nuevo, aunque pronto pierde su interés en ello. Precoz en materia sexual y miedoso ante los fenómenos naturales: la oscuridad, los truenos, los relámpagos, la enfermedad, la muerte.

Hacia los nueve años, ese niño, por causas aún desconocidas, consigue vencer sus miedos y, al mismo tiempo, sus emociones inhibitorias, junto al sentimiento de culpa por sus actos y de compasión hacia los demás. Este cortocircuito emocional dominará ya toda su vida, empujándole a conseguir lo que quiere por el camino más rápido sin el menor remordimiento. Paralelamente, el niño-delincuente pierde su interés por la escuela, la familia y los juegos que exigen cooperación. Las actividades de equipo le interesan sólo en la medida que puede dirigirlas, convirtiéndose en un solitario secretista, que elude responsabilidades.

Al llegar a la mayoría de edad, este delincuente ha llegado a la conclusión de que el mundo existe para servirle. No reconoce otras emociones y derechos que los suyos. Tal actitud está tan profundamente arraigada en él que considera le pertenece cuanto está a su alcance. «Espero que cuiden bien esas joyas, para cuando decida llevármelas», es un pensamiento nada infrecuente en estos individuos al pasar ante el escaparate de una joyería.

Su ego es colosal. Se considera superior a los demás, cree que puede ser lo que quiera, artista, escritor, músico, de proponérselo. Sólo que no ve la necesidad de demostrarlo. Junto a todo ello, es un superoptimista, que no sólo encuentra justificación a todos sus actos, sino también cree que nunca será atrapado. Si lo es, fue mala suerte o culpa de otros.

Aunque debajo de ese optimismo y autoconfianza, persisten los miedos infantiles, que trata de enmascarar con un estilo de vida extravagante, a base de grandes propinas, mujeres espectaculares y mentiras sobre sí mismo. Se presenta como médico, piloto, abogado, sacerdote incluso, aunque en la práctica está incapacitado para una vida normal, diaria, a la que desdeña. Su relación con los demás está basada en la explotación de ellos. Confía sólo en las personas a las que pueda controlar, y ni siquiera del todo. No tolera críticas. Y en los momentos de depresión, tiende a la violencia, a veces sin sentido.

El último motor de sus robos no es el dinero, ni el de sus violaciones, el sexo. En ambos casos, el delincuente trata de subrayar su superioridad sobre sus víctimas y sobre la sociedad, de la que sabe no forma parte, sin tener claro si es por culpa suya o de ella. Muchos delitos «inexplicables» se explican así.

En resumen, concluye el Dr. Yochelson, estamos ante un mentiroso crónico, dispuesto a cualquier cosa con tal de obtener lo que desea, maestro en la autojustificación, convencido de que su actitud tiene que ser admitida por el resto y adamantino en cuanto a mantener su estilo de vida.

De ser cierta sólo una parte de lo que asegura el estudio, el entero sistema de «rehabilitación» en que se basa nuestro sistema penal, descansa sobre bases falsas, al menos para este tipo de delincuentes, que más que «habituales», deberíamos de llamar «profesionales», al ser la única actividad que conocen y practican. «El delincuente -escribe el Dr. Yochelson- no puede ser rehabilitado. En el mejor de los casos habilitado.»

Para ello, lo primero es hacerle responsable de sus actos, incluidos los más mínimos. El programa que emprendió con su colega, el Dr. Samernof, bajo los auspicios de las autoridades penitenciarias neoyorquinas, comenzaba con la confrontación del delincuente interesado en seguirlo con sus verdaderas alternativas: o cambiaba de arriba abajo, no sólo en su actitud externa, sino también en la estructura íntima de su «personalidad delictiva», o seguía como hasta entonces. Sin existir términos medios.

El plan de habilitación era riguroso, comenzando por intentar convencer al delincuente que era alguien «ordinario», como los demás. Y por lo pronto, exigía cumplir escrupulosamente las obligaciones de las personas ordinarias -llegar en punto al trabajo, no consumir drogas, evitar excesos de alcohol, no tener sexo extramarital, ser amable con los demás, etc., etc.-, vigilándose de cerca cada paso que daba. Una brusca contestación era ya considerada motivo de alarma. Alguien definió el programa como «una carrera hacia la santidad».

Surtió efecto en unos 30 hombres, aunque sólo 9 de ellos podían considerarse definitivamente curados. Yochelson admitía que ese bajo porcentaje se mantendría incluso cuando el programa se ampliase y desarrollase, por ser sólo muy pocos los capaces de alcanzar el grado de «disgusto consigo mismo» que se requiere para cambiar radicalmente la personalidad, y con ella, la conducta. Para el resto, el investigador de la delincuencia sólo podía ofrecer la compasión y que continuasen su vida de confinamiento perpetuo o intermitente según su tipo de delito, «en las condiciones más humanas posibles.» Pero sin que la sociedad tuviese que sentir el menor remordimiento hacia ellos, al ser pura autodefensa lo que practicaba.

Dicho lo que antecede, pienso que la polémica sobre la cadena perpetua en la que estamos enzarzados los españoles es tan ociosa como tantas otras: al delincuente perpetuo de delitos suficientemente graves le corresponde la cadena perpetua. Revisable. Pero sólo porque también ocurren milagros.

José María Carrascal

www.abc.es

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