María de la Cuesta quiso contarnos la terrible experiencia que le tocó sufrir cuando con 17 años la obligaron a abortar. Y quiso narrarlo así, a cara descubierta, con su nombre y su apellido, orgullosa de cómo ha reconducido su vida, pero eso sí, con el corazón en un puño, la voz entrecortada y las lágrimas asomando a sus hermosos ojos «porque nunca puedes perdonarte y jamás puedes olvidarte de que mataste a tu hijo».
La de María es una historia dura, pero habitual. Responde al perfil mayoritario de las mujeres que interrumpen voluntariamente sus gestaciones: menores de edad o muy jóvenes que se quedan embarazadas y son obligadas, en contra de sus deseos, a abortar por la presión de su pareja y/o su familia y por la situación socio-económicas de su existencia. No hay cifras oficiales, pero los especialistas consideran que entre un 75 y 80% de las mujeres que pasan por esta penosa experiencia responden a estas características.
Once semanas y tres días
Posee una voz muy dulce. Se emociona cuando rememora los episodios del drama que padeció cuatro años atrás: «Por circunstancias familiares me fui de casa muy joven. Vivía con mi novio y, al poco tiempo, noté una falta en la regla. Me hice las pruebas en la farmacia y salieron negativas. Pensamos que sería algún desajuste hormonal, pero yo me sentía rara. Insistía en que estaba embarazada. Mi novio decía que todo era un embarazo psicológico. Total que por fin nos decidimos a ir al ginecólogo».
«Tras ver la «eco»-prosigue- el doctor me dijo que estaba embarazada de once semanas y tres días. Aquello fue una tragedia. Yo quería tenerlo, pero mi novio, no. Que si estaba loca, que si no teníamos ni trabajo ni dinero, que si daba a luz me dejaba... Busqué ayuda en mi madre. Fui a verla. Estaba dispuesta a volver con ella pese a todas las desavenencias». Pero su respuesta fue cruel: «En mi casa no entras con barriga». La presión fue intensa. Amenazas de su novio, de su madre...
«Acabamos en el médico de cabecera. Nos dijo que si quería abortar debía hacerlo de inmediato. Él se encargó de todos los trámites. Como era menor de edad, tenía que ir acompañada de mi madre. También iba mi novio. Yo no quería entrar en la clínica. Casi me meten a rastras. No paraba de llorar. El psicólogo dijo que me dejaran a solas con él. En cuanto mi novio y mi madre se fueron le supliqué que me ayudara, que quería tener al bebé, que por favor no firmara el papel».
Tercera vez que pedía desesperadamente ayuda y tercera ocasión en la que la defraudaban. Primero fue su novio, luego su madre y finalmente un profesional de la sanidad que, además, era el que debía dar el visto bueno al aborto.
«Me dijo que no me preocupara, que él se encargaba de todo, que me tranquilizara y que pasara a la salita conjunta». Duró muy poco la esperanza. «Enseguida entró una enfermera. me dijo que me desnudara y me pusiera una bata. Entonces me di cuenta de que nadie iba a ayudarme y me puse a llorar». María se interrumpe. Le falta la voz. Su ojos brillan. «Es que me da tanta pena», susurra. Transcurren unos segundos y retoma el hilo de su historia: «No paraba de llorar y entonces la enfermera me dijo: «No llores tanto chiquilla que sólo es una célula. No te va a doler. Son unos minutos y listo. vas a pasar enseguida». En ese mismo instante quise salir del cuarto. Buscar a mi novio, decirle que podíamos intentar sacar a delante al crío, que no hacía falta abortar... Pero no me dejaron. me cogieron y me llevaron al quirófano. Allí se encontraba el potro. Allí me subieron. Lloraba. No paraba de llorar».
«Dicen que no duele. Es mentira. El dolor te acompaña toda la vida. Lo que has hecho te pesa siempre. Nunca te perdonas. has matado a tu hijo. Además, sufrí muchos efectos secundarios. No paraba de vomitar. No admitía ningún alimento. Padecí muchos dolores abdominales. Adelgacé una barbaridad. Pero todo el dolor físico no es comparable al psicológico. Cada vez que veía a una madre con su carrito, o a una mujer embarazada o a unos niños jugando en la calle me invadía una tristeza inmensa. No podía dejar de pensar en si mi hijo sería niño o niña, cómo sería su carita, sus manitas...».
En esos instantes de desánimo absoluto, de hundimiento total, María tomó una determinación increíblemente audaz: «Decidí que volvería a quedarme embarazada en cuanto pasara la cuarentena». En secreto, esperando paciente a que se agotaran esos 40 días de reposo recomendados por los médicos, se dedicó a buscar la ayuda que antes le habían negado.
A los 45 días ya se encontraba de nuevo embarazada, dispuesta a ser madre a cualquier precio, a llenar el vacío enorme que sentía, a tener a su hijo pasando por encima de cualquier dificultad. Esta vez contaba con un billete de tren en el bolsillo que le habían facilitada desde Madrid los de AVA (Asociación de Víctimas de los Abortos). «Me ofrecieron todas las ayudas imaginables. El billete, un piso de acogida, dinero, asistencia psicológica y médica... El mismo día en que me marchaba, con la maleta ya hecha, se lo dije a mi novio. Se derrumbó. Me pidió perdón. me dijo que él pensaba que lo que habíamos hecho era lo mejor, que se había equivocado, que por favor no le dejara... Juntos rehicimos nuestra vida. Le he perdonado. Yo he perdonado a todo el mundo, menos a mí».
«Cuando entré en el paritorio fue muy duro. El potro es el mismo que se usa para los abortos. La postura es la misma. Cuando me subí ahí otra vez, no pude evitar revivir todo aquello otra vez. No podía dejar de pensar que era la segunda vez que me subía y que la primera me lo sacaron muerto. Yo no soy creyente y, sin embargo, daría cualquier cosa porque algún día pudiera reencontrarme con esa criatura que maté, pedirle perdón, suplicarle que me perdone...»
María disfruta ahora de la pizpireta Paula, su pequeña de cuatro años, su pasión, «un hijo lo es todo. No me he separado de ella ni un minuto desde que nació. Cuando estás sin rumbo en la vida, y de eso yo sé un rato, tu bebé te da un objetivo».
«Me he decidido a contar mi experiencia -reconoce-, porque creo que si buscas ayuda la encuentras, pero sobre todo porque falta información. Te dan muy poca información y si la dieran, muchas mujeres no abortarían, porque no es algo ni sencillo ni indoloro. Es el peor de los asesinatos. El sufrimiento es terrible. Tu hijo, tu propio ser, no se ha muerto porque se haya puesto enfermo o haya tenido un accidente, sino porque tu decides acabar con él. Pesa sobre tu conciencia toda la vida. Así de crudo».
Proceso de duelo
Beatriz Mariscal, psicóloga especialista en tratar a mujeres que han pasado por ese trance, señala que debería hablarse de «síndrome post aborto, pese a que no esté recogido en los manuales de diagnóstico. Casi todas las mujeres pasan por unas fases muy similares. Se repiten en casi todas. Sufren un estrés agudo, depresiones muy profundas. Casi siempre las mujeres precisan de tratamiento psicológico y psiquiátrico, con medicación. Básicamente padecen un proceso de duelo, acentuado por un fuerte sentimiento de culpabilidad, porque han sido ellas las que han acabado con su hijo».
Una mujer que aborta va a pasar, según explica la especialista, «antes o después, según sus características, por todas o por algunas de estas cinco fases: 1º el «shock» inicial, cuando se enteran de lo que han hecho; 2º la negación; 3º la ira (se muestran irritable, se bombardean con frases como «por qué me pasa a mi esto»); 4º la depresión (se sienten culpables, las domina la apatía) y 5º la aceptación y entonces quieren ayudar a otras mujeres en su misma situación, o contar públicamente lo que les ha pasado. Hay que tener mucho cuidado, porque es frecuente que quieran dar ese paso antes de lo recomendado y hay que frenarlas».
El camino para llegar hasta el último estadio es largo. «Nunca menos de un año de terapia -matiza Mariscal-, aunque en realidad les dura toda la vida. Hay que realizar revisiones cuando vuelven a quedarse embarazadas y son madres porque pueden proyectar en sus hijos los sentimientos de culpabilidad, con un exceso de protección hacia ellos».
Beatriz señala, además, que en sus pacientes encuentra rasgos muy parecidos: «Son mujeres con falta de valores, inmaduras, que sufren cierta inestabilidad, que actúan bajo la influencia muy fuerte de padres, novios o parejas y que se ven sometidas a una intensa presión social, económica o laboral».
Domingo Pérezwww.abc.es