domingo, 6 de janeiro de 2008

La Monarquía del deber

Majestades:

Decía François de Mentón, gran intelectual y político francés de la IV República y miembro de la Resistencia, cuando se le reprochaba su procedencia aristocrática, que lo que caracterizaba a un hombre noble, en la civilización de los derechos, era que «sólo tenía deberes, y se sentía orgulloso de ese único privilegio».

Pues bien, si algo distingue al Rey en una Monarquía parlamentaria es que éste disfruta -y utilizo de forma intencionada el verbo- mayoritariamente de obligaciones. Obligaciones que posibilitan, y a veces decisivamente, que los ciudadanos gocemos -también lo expreso con premeditación- de derechos. Obligaciones que se presentan como el mejor de los títulos político-constitucionales.

La más representativa característica de nuestra Monarquía parlamentaria es, en este comienzo de milenio, por tanto, su identidad con el deber. Ser Rey es voluntad de servicio, sin retóricas huecas, sin recargados aspavientos. Representar con firmeza, al tiempo que con serenidad, con determinación histórica y con energía democrática.

La institución monárquica, plurisecular, vinculada a la identidad histórica de España, ha desarrollado a lo largo del último tercio de siglo una dimensión singular. La Monarquía parlamentaria es una Monarquía del deber y de la obligación; del esfuerzo y de la constancia; de la tenacidad y de la discreción; de la prudencia y de la mesura.

Una Monarquía de la obligación es una Monarquía que se encuentra activa allí donde su presencia resulta necesaria, y muy especialmente en instantes de dolor y de zozobra. Por más que la Monarquía despliegue su principal cometido en los momentos -¡que no nos confundan!- de normalidad y estabilidad política. Este es su fundamento. De esta suerte, el perfil institucional de la Monarquía parlamentaria se encuentra incardinada en la triple caracterización weberiana del servicio público: un servicio presidido por la pasión, por el sentido de la responsabilidad y por el sentido de la proporción.

Primero. Una Monarquía de la proporción es una Monarquía que interpreta sus cometidos desde el respeto a la voluntad soberana del pueblo libremente expresada. Pero también una Monarquía que constata la intensidad de una adhesión popular mayoritaria, de un cotidiano refrendo que no se sustenta sólo sobre el consenso constitucional de 1978, sino sobre su legitimidad de ejercicio, ganándose el respeto y el afecto de la ciudadanía día a día.

Cesare Pavese sostenía que «nada se suma al resto, al pasado: recomenzamos siempre». Y la Monarquía parlamentaria afronta cada día sus deberes con normalidad. Recomienza siempre quien permanece, quien vence al tiempo fugitivo. Y recomienza siempre quien se instala en los afectos. No es fácil enraizarse, y con el mismo vigor, en la razón y en los afectos. Si bien, hoy nuestra Monarquía parlamentaria satisface ambas exigencias, tal y como acreditan los informes del Centro de Investigaciones Sociológicas: la Monarquía es la institución mejor valorada por los españoles. «España -apuntaba un político de la Transición- es un Reino o es un barullo».

Segundo. Una Monarquía de la responsabilidad es, por lo demás, una Monarquía que no ceja, que no se conforma. En una Monarquía, el Rey lo es siempre. No está dotado de dos cuerpos, como en la teología política medieval, o en los dramas de Shakespeare.

Sobre el Rey recae permanentemente la atención de los ciudadanos. «Upon the king» es el título de uno de los más célebres monólogos de Enrique V, uno de los personajes emblemáticos del escritor inglés. Como afirmaba Sir Winston Churchill, ser Rey no es un privilegio: es una responsabilidad. Ser Rey no es una vocación: es un deber. Ser Rey no es una elección: es una condición. Ser Rey significa serlo siempre.

Y tercero. Una Monarquía de la pasión es, fundamentalmente, una institución que se nutre de la idea de servicio. De un servicio a cuanto este país ha sido y es. Una España toda ella, siempre dinámica y creativa, siempre brillante, en ocasiones tempestuosa, y en todo ello casi siempre con razón, porque con España se está siempre.

Y es que la pasión es la más humana de todas las humanas cualidades. La pasión nos constituye como hombres. Decía Clemenceau, que a él no le interesaban las profesiones de los hombres, sino que siempre les preguntaba sobre sus pasiones. Y la pasión de un Rey es la más hermosa de las pasiones públicas: la del servicio.

Pero para querer, señalaba Paul Ricoeur, no hay que pedir permiso. El 27 de noviembre de 1975, el cardenal Tarancón le pedía a nuestro Monarca, en la Iglesia de los Jerónimos, un «amor apasionado a España y ser el Rey de todos los españoles». Una petición sobradamente satisfecha. Se cumple pues el adagio medieval: «Rex eris, si recte facies».

Don Juan Carlos ha aunado las tres legitimidades weberianas. La tradicional, como legítimo heredero de la dinastía histórica; la racional-normativa, al estar asentada en una Constitución democrática; y la carismática, como impulsor de la reconciliación nacional -la azañista petición de «paz, piedad y perdón»-, el auspicio, como motor y piloto del cambio, de la Transición Política, el apoyo a la Constitución de 1978 y la defensa del orden constitucional en 1981. «Con todo lo hecho por Vuestra Majestad -pudo decir Hernández Gil- no os habeís interferido lo más mínimo.»

Las instituciones del Estado de Derecho son realidades concebidas con el propósito de servir a los ciudadanos. Y no existe servicio sin pasión. Una pasión definida por el inconformismo, por el afán de superación. Porque, para este país, vale sólo lo verdaderamente excelente, esto es, lo mejor.

Esta es la razón de ser de la Monarquía parlamentaria. Como la actividad de la persona que, porque profesa, se consagra. Como ese principio que encerraba su punto de destino, y como ese final que evocaba un eterno recomenzar, como los describía Eliot en sus Cuatro Cuartetos.

Este país es un alud histórico incontenible de haceres, deshaceres y cometidos. Y sus ciudadanos somos esa agua «turbia y fresca que atropella sus comienzos», decía Gabriel Celaya. La Historia es siempre una realidad sujeta al arbitrio de los seres humanos. Como ese «combate ilustre contra el tiempo» al que aludía Alessandro Manzoni al comienzo de Los novios, la Historia está conformada por proyectos, por esa «infinita masa de detalles» que, según Proust, determinaba la existencia.

Hegel recordaba que, estando en Berlín, el Rey de Prusia y el Emperador de los Franceses pasaron cabalgando a su lado, y pensó: «Hoy, estuve en el centro del mundo». Ese centro no es extraño a este país, y de cuanto España significa. Por eso no existe España sin Iberoamérica. No existe España sin Europa. Y, en los dos supuestos, también al revés.

En el corazón de este país activo, protagonista de los grandes procesos históricos se encuentra su Monarquía. Decía uno de los más destacados pensadores del Nápoles hispánico, Campanella, que su destino casi manifiesto era el gobierno del mundo. Más de cuatro siglos después, no parece necesario que sobre nosotros recaiga -afortunadamente sentenciaría yo- una tarea tan proverbialmente hercúlea. Pero no es menos cierto que este país es una realidad vertebradora.

Y, a veces, hasta el punto casi de desvertebrarse. La Hispanidad es una de las más portentosas realidades de vida y de cultura. Por ello, la proyección exterior es una condición de la identidad nacional. Cuando quinientos millones de personas dominan un idioma en cinco continentes, cuando una cultura conforma la cultura, cuando un pueblo ha sabido imaginar el mundo, darle forma, su presencia internacional se convierte en condición de su identidad nacional.

No sería concebible hoy en la España constitucional esa presencia sin Don Juan Carlos. No sería concebible sin su capacidad para convocar voluntades, para facilitar el diálogo, para favorecer el encuentro, para propiciar relaciones más abiertas y más denotadas por el afán de cooperación. Una España que se entrega con afán e ilusión al impulso de vaciarse para llenarse, de gastarse y desgastarse, para multiplicarse.

La Monarquía parlamentaria, y el itinerario de futuro de este país que se crea constantemente, que sabe qué hacer consigo mismo, que está por encima de los avatares históricos coyunturales, y que sabe acudir al encuentro con su destino, y mostrar toda su grandeza en las circunstancias aciagas, se encuentra ligado hoy a la figura que explicita el referente simbólico de un tercio de siglo de nuestra historia moderna: la Corona encarnada en Don Juan Carlos. Un Monarca que reina, pero que no gobierna, que no goza de potestas, pero sí de auctoritas. Un Jefe de Estado, como dispone el artículo 56. 1 de la Carta Magna de 1978, símbolo de la unidad y permanencia del Estado, árbitro y moderador -como poder neutral fuera de la refriega partidista- del funcionamiento regular de las instituciones. Una Monarquía necesaria, que despliega las funciones de Walter Bagehot: «Ser consultado, aconsejar y advertir.» Ni enjuiciar interesadamente sus silencios, ni encausar su inacción. ¡No se puede, ni debe pedir más!

Decir «un tercio de siglo de nuestra historia» es referirse algo apresuradamente a los años transcurridos desde 1975. Por si alguien lo olvidó, desde 1977 hemos compartido el período más prolongado y continuado de vida democrática. Y lo hemos hecho desde la tolerante convivencia en paz y en libertad, construyendo simultáneamente una España más justa y solidaria. Una España reflejada en la pacífica Siracusa del Tancredi de Rossini, que se puede disfrutar hoy en el Palacio Real.

Y lo que es asimismo destacado: los españoles hemos compartido valores como el esfuerzo, la constancia, el afán de superación, la ambición de crecer como personas y como pueblo. Hemos aplicado los principios de igualdad, de mérito y de capacidad. Hemos creado nuevas y mejores oportunidades. Nuestro país ha podido, finalmente, desplegar su creatividad, su fortaleza, sus diversas e innatas cualidades.

El Reinado de Don Juan Carlos es el tiempo en que las Universidades han extendido sus conocimientos, la ciencia, la cultura y la transmisión del saber a todos, con independencia de la condición social y capacidad económica, en un gigantesco proceso de socialización inimaginable hace pocos años. Unas Universidades que persiguen la excelencia y la calidad, con un creciente perfil investigador e innovador. Pero unas Universidades, además, solidarias.

Y es el tiempo, también y hemos de resaltarlo, de la expansión de los derechos y libertades, de la protección a los más necesitados, de la sensibilidad prioritaria hacia quienes padecen maltrato o son vulnerables. Los españoles queremos realizar la libertad a través de la justicia, y la justicia a través de la solidaridad. Ya lo afirmaba el artículo 16 de la Declaración Francesa de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789: «Toda sociedad en la que no se reconocen los derechos fundamentales y las libertades de la persona... carece de Constitución.»

Y es el tiempo, claro que sí, de un portentoso crecimiento del tejido empresarial como no se había producido en nuestra historia, lo que nos ha situado, por derecho propio, en un referente entre las sociedades desarrolladas.

Cuando una sociedad camina decidida a través de los mejores círculos de la Historia, ese tiempo recibe una denominación tópica: «Siglo de Oro» es la que se adjudicó al siglo de Cervantes y Velázquez; «Edad de Plata», al de los intelectuales españoles del primer tercio de siglo XX, en el que confluyeron dos excepcionales generaciones como las de 1898 y 1927. No existe todavía una denominación para la época iniciada hace ya más de treinta años. Quizás el mejor nombre sea el de la «España constitucional». En lo que no habrá duda, es la sobresaliente cualificación del papel desempeñado por la Corona.

Concluyo. Señalaba Thomas Carlyle en Los Héroes -con certeza exageradamente, pero no sin cierta razón- que «el alma de toda la historia del mundo» era la de sus hombres destacados. De hombres a los que distinguía también su alma, debiera haber añadido el escritor escocés. Porque, normalmente, como esgrimía el Ricardo III de Shakespeare, «vemos rostros, y no corazones».

Don Juan Carlos es uno de esos hombres incorporados a la historia del pueblo español. Un pueblo, es verdad, viejo y sabio, y como tal complejo y difícil, a veces imprevisible, casi siempre inteligente, de ordinario exigente, proverbialmente apasionado, pero repleto de energía, de creatividad y de innovación.

Nuestro Rey es, finalizo, como apuntaría Joseph Conrad de Lord Jim, «uno de los nuestros». Uno de esos hombres que, como describía Jefferson al Presidente Washington, «es el primero en la guerra, el primero en la paz, y el primero en el corazón de sus compatriotas».

Pero no, no puedo terminar aún. No se puede comprender la figura del Presidente Washington sin la referencia inexcusable a su esposa: Martha Dandridge Custis. Pues bien, no se puede acercar uno al reinado de Don Juan Carlos sin un reconocimiento: el de Doña Sofía. De ella podríamos decir, con Víctor Hugo, que «Cuando todo se vuelve pequeño, ella permanece grande.»

Pedro González Trevijano
Rector de la Universidad Rey Juan Carlos

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