segunda-feira, 14 de setembro de 2009

«Gulag»

Se ha acusado en repetidas ocasiones a Vladimir Putin de intentar blanquear los aspectos más negros de la Historia de Rusia. Así, cuando se abordan temas como la Segunda Guerra Mundial se ha preferido subrayar la heroica resistencia del pueblo ruso –absolutamente innegable– a recordar el comportamiento de Stalin invadiendo previamente una parte de Polonia amén de las repúblicas del Báltico o las terribles atrocidades del Ejército Rojo en Alemania. Todo ello sin contar las labores de represión criminal llevadas a cabo por el NKVD para las que se proporcionaban abundantes transportes incluso cuando los soldados soviéticos se retiraban apresuradamente y, como carecían de ellos, la Werhmacht pudo embolsarlos por millones. En ese sentido, el Gobierno ruso no se diferencia mucho, por ejemplo, de la Historia de la Resistencia contada por De Gaulle y los comunistas franceses, ésos que en 1940 se negaron a defender a su patria contra Hitler porque el dictador nacional-socialista había firmado un pacto con Stalin. Con todo, no parece que el actual Gobierno ruso vaya a excederse en su lectura patriótica del pasado porque se acaba de anunciar que los escolares tendrán que leer de forma obligatoria el «Archipiélago Gulag» de Alexander Solzhenitsyn.

Yo era un adolescente cuando se publicó en castellano el primer volumen de la obra y mi padre me compró un ejemplar en una edición de rústica que costaba cincuenta pesetas. Había leído ya otros libros de disidentes, incluido «El primer círculo» y «Un día en la vida de Iván Desinovich» también de Solzhenitsyn, pero el «Archipiélago Gulag» me impresionó mucho más. Solzhenitsyn –que había pasado ocho años en los campos de concentración de Stalin– relataba con todo lujo de detalles, por ejemplo, nombres, apellidos, lugares y textos legales, la manera en que el primer campo en las Solovki se había convertido en una verdadera metástasis de sangre que cubría la URSS como si fuera un archipiélago.

No cabía duda –desde Marx y Lenin estuvo muy claro– de que aquel infierno resultaba indispensable para construir el paraíso socialista. En su elaboración se habían utilizado todos los recursos. Si la justicia, con personajes tan abyectos como Vishinsky, había aceptado convertirse en correa de transmisión de la implantación del socialismo, los intelectuales no habían sido mejores. Por ejemplo, Gorky, el autor de «La madre», había visitado uno de los primeros campos para descubrir las virtudes del sistema correccional socialista. Precisamente entonces uno de los recluidos, de apenas doce años de edad, había pedido al autor contarle lo que sucedía. Durante dos horas, Gorky había departido a solas con el joven y, al terminar, tenía los ojos llenos de lágrimas. El final de la historia fue ejemplar. Al muchacho lo fusilaron y Gorky estampó su firma al pie de un libro donde se cantaban las glorias de la justicia socialista, campos incluidos. Cuando se lee el «Gulag», da la sensación de que hay cosas que no han cambiado nada en todo este tiempo. Por ejemplo, a pesar de más de cien millones de muertos en el s.XX, todavía hay quien levanta el puño con orgullo.

Y aquí no nos queda el consuelo de que, como en Rusia, los jóvenes lean el «Gulag» para limpiarse de la ceguera que emana de creer en una ideología que mil y una veces ha demostrado su fracaso y que se denomina socialismo.

César Vidal
www.larazon.es

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