quinta-feira, 10 de setembro de 2009

Las dos invasiones de Polonia

El uno de septiembre de 1939, a las cuatro de la mañana, el acorazado alemán Schleswig-Holstein se lió a bombazos con la Westerplatte, una estación ferroviaria de tránsito no muy lejos de Danzig, ya en territorio polaco. Se dice que esta pequeña operación naval a cargo de un acorazado antiguo, de tiempos del Káiser, fue la primera de la Segunda Guerra Mundial. Pero no.

El pistoletazo para el rediseño del mapa de Europa había sonado un año antes, coincidiendo con la bajada de pantalones de las potencias occidentales en la Conferencia de Múnich. Ingleses y franceses, aterrados por el ímpetu de los dueños de Alemania y convalecientes del virus del apaciguamiento, habían dado carta blanca para que Adolf Hitler, Führer todopoderoso, hiciese lo que le viniese en gana con el patio trasero del Reich. El acuerdo se firmó a finales de septiembre; sólo una semana después las divisiones alemanas penetraron en territorio checoslovaco y se anexionaron la región de los Sudetes. Nadie en Occidente hizo nada para impedirlo.

Seis meses más tarde, Hitler ordenaba la ocupación de Bohemia y Moravia e instauraba un gobierno títere en Eslovaquia. En sólo unos días, Checoslovaquia había sido borrada del mapa. Occidente calló.

Pasados siete días, Ribbentrop envió un ultimátum a las autoridades lituanas para que le entregasen por las buenas la ciudad de Memel, en el extremo oriental de lo que había sido el Segundo Reich. Lituania aceptó, y en Occidente reinó de nuevo el silencio.

Tales fueron los antecedentes inmediatos del bombardeo sobre la Westerplatte.

A pesar de que el Reino Unido y Francia se habían comprometido de boquilla a garantizar la integridad de Polonia, vistos los antecedentes, lo más probable es que Hitler pensase que invadir el país vecino iba a salirle gratis. En su trastornada visión del mundo, Polonia era un error histórico, un estropicio provocado por la Paz de Versalles, un incordio para la expansión de la raza de los amos: la suya.

Para asegurarse la tranquilidad en el único frente que podría ser problemático, días antes de la invasión llegó a un acuerdo secreto con Stalin para repartirse las pertenencias del muerto: Alemania se quedaría con la parte occidental de Polonia, y la URSS la oriental. La frontera estaría en la llamada Línea Curzon, y no se ha movido desde entonces porque Moscú jamás ha devuelto a los polacos los territorios que conquistó en septiembre de 1939.

Las operaciones alemanas comenzaron el mismo 1 de septiembre. Militarmente, la derrota polaca estaba cantada, era cuestión de tiempo, de poco tiempo, aunque sólo fuese por una cuestión de número. El ejército alemán triplicaba al polaco en tamaño: 600.000 hombres frente a 200.000; y, aún más importante, estaba mucho mejor equipado. El presupuesto de guerra alemán era 30 veces el polaco. Los alemanes disponían para arrasar Polonia de más de 5.000 tanques –encuadrados en seis divisiones acorazadas Panzer–, de una marina de guerra renovada, de una fuerza aérea muy bien entrenada –no en simulacros, sino en la guerra de España– y de casi 6.000 piezas de artillería de todos los calibres. El Armagedón perfecto para un pequeño país abandonado a su suerte.

Polonia no podía resistir, pero lo hizo durante más de un mes, peleando hasta el último palmo de terreno, hasta el último hombre. Los alemanes habían aprendido de las penurias que padecieron en las trincheras de la Primera Guerra Mundial, de ahí que, cuando el general Von Brauchitsch trazó el plan maestro de invasión, la rapidez en el avance fuera el objetivo prioritario. Así nació la guerra relámpago o Blitzkrieg, que consistía en hacer funcionar con precisión relojera todas las armas del ejército. Antes de avanzar, la artillería y un concienzudo bombardeo aéreo preparaban la línea. Poco después, una columna de carros asistida por brigadas de infantería penetraba en el territorio enemigo, ya reblandecido por las bombas. La rapidez de la operación era la clave: ningún ejército de la época estaba preparado para ese nuevo tipo de guerra.

Alemania y Polonia compartían entonces una larguísima línea fronteriza en forma de arco. Los generales de la Wehrmacht supieron sacarle partido atacando por todos los flancos: desde Prusia Oriental, desde Silesia, desde Pomerania, desde la domesticada Eslovaquia... y desde la propia Polonia, porque su minoría alemana (los Volkdeutsche) se apuntó entusiasta a la liberación que traían sus hermanos del Gran Reich.

Los polacos no estaban preparados para semejante demostración de poderío militar, pero le echaron arrestos y, lejos de rendirse a la primera, plantaron cara. A mediados de septiembre, el ejército quemó prácticamente su único cartucho en la batalla de Bzura, la última de la Historia en que intervino la caballería clásica. Pero poco pudieron hacer los caballeros polacos frente a los carros alemanes.

Una vez superada la línea de Bzura, Varsovia fue asediada y conquistada. La capital se entregó el 28 de septiembre, después de 20 días de sitio.

Los resistentes polacos huyeron en desbandada hacia el este del país, lugar todavía libre de alemanes y donde podrían reorganizarse en pequeñas unidades partisanas y hostigar al invasor; pero fue imposible porque el 17 de septiembre la Unión Soviética atacó la Polonia oriental. Ya no había escapatoria.

Stalin, que había sido el único dirigente europeo en apoyar abiertamente la invasión alemana de principios de mes, esperó pacientemente a que Hitler domase a los correosos polacos para poder entrar en su parte de Polonia sin sorpresas de última hora. Y no las hubo. Ni dentro ni fuera. Dentro, los polacos habían perdido totalmente su capacidad de autodefensa. Fuera, nadie se atrevió a declarar la guerra a la Unión Soviética. Los presuntos garantes de la independencia polaca, desbordados por los acontecimientos, no estaban dispuestos a enfrentarse con alemanes y soviéticos a la vez. Polonia, simplemente, se desvaneció, y un mes más tarde era un sólo un recuerdo.

A finales de septiembre, rusos y alemanes se citaron para un desfile militar en la ciudad fronteriza de Brest, sobre la línea Curzon. El general Guderian pasó revista, junto a sus homólogos Chuikov y Krivoshein, a las tropas de ambas potencias, que desfilaron bajo un arco del triunfo construido al efecto y decorado con esvásticas y estrellas rojas. Los lobos acababan de devorar al cordero y lo festejaban entre sonrisas y cánticos de la soldadesca. Pronto, muy pronto, antes de lo que pensaban, esos dos lobos estarían desollándose el uno al otro en una guerra sin cuartel que decidiría el destino de un conflicto que, al año siguiente, devendría en mundial.

El último general polaco se rindió el 6 de octubre, tras una batalla celebrada cerca de la ciudad de Lublin. Se llamaba Franciszek Kleeberg.

El septiembre más negro de la historia de Polonia se cobró 66.000 vidas (muchas de ellas, de civiles ejecutados sumariamente por alemanes y soviéticos), 133.000 heridos y más de medio millón de prisioneros de guerra.

Era sólo el principio. Polonia fue ocupada durante casi seis años y se convirtió en el epicentro de la maquinaria genocida del Tercer Reich. Fue no sólo el comienzo, sino el punto central de la II Guerra Mundial en su escenario europeo.

Al finalizar la contienda, Polonia recuperó, en ruinas, su existencia; pero no su independencia, pues estuvo otros cuarenta años sometida a los dictados de otro totalitarismo invasor: el de Moscú. La historia ha querido jugar una mala pasada a la memoria olvidando una invasión y cargando todas las tintas sobre la otra. Efectos secundarios de la ideología que los polacos padecieron con creces durante el pasado siglo XX.

Fernando Díaz Villanueva
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