segunda-feira, 14 de setembro de 2009

De Cai Guo-Qiang al Valle de los Caídos

El Valle de los Caídos.
Hasta el día 20 de septiembre es posible visitar en el museo Guggenheim de Bilbao la panorámica Quiero creer, sobre el artista chino Cai Guo-Qiang. Hasta que algún gobierno socialista quiera inventarse una cortina de humo para desviar la atención pública de algún tema importante –de la crisis al terrorismo–, el Valle de los Caídos seguirá en su sitio. Por un azar del destino visité ambas manifestaciones de lo artístico con apenas un día de diferencia, desde el postmodernismo a la premodernidad, en una especie de viaje en una máquina del tiempo virtual hacia el pasado.

El chino es uno de los más completos, originales, transgresores y complejos artistas vivos. La pólvora, el óleo, el vídeo, la arcilla son sólo algunos de los diversos materiales que ha empleado para crear una cosmovisión que combina la aspiración a la eternidad con las realizaciones más efímeras. Por ejemplo, Red Flag consiste en una bandera roja de 6,4 x 9,6 metros fabricada con tela y pólvora que fue explotada en la Galería Nacional de Arte Zacheta el 17 de junio a las 7:30. La obra en sí duró exactamente dos segundos, mucho menos de lo que durarán, pongamos, las piramides egipcias (aunque la postal holográfica que recompone el efecto de la explosión, y que pueden comprar por 4,50 euros en la tienda de souvenirs del museo, igual dura finalmente más que los monumentos funerarios de los faraones).

Veamos otro ejemplo. El Patio de Recaudación de la Renta de Bilbao (2009), una recreación en arcilla de uno de los más famosos monumentos escultóricos creados en vida de Mao Tse-tung, llamado obviamente Patio de la recaudación de la renta (1965), que representaba siguiendo el canon del realismo socialista la miseria de los campesinos bajo el yugo de un terrateniente. Como hiciera un año antes Gus van Sant (1998) con Psicosis de Alfred Hitchcock (1960), Cai Guo-Quiang se apropiaba del concepto que inspiraba la obra maoísta para reelaborarla desde la mentalidad postmoderna, planteando la cuestión acerca de cómo las condiciones (hasta las censuras) en el arte pueden llegar a ser catalizadores de la creación, al tiempo que la libertad absoluta ocasiona el vértigo de la impotencia creadora.

Mientras que por esta obra le dieron el León de Oro de la Bienal de (la siempre capitalista) Venecia, en su natal y comunista China lo demandaron por plagio. En la versión de Bilbao, un factor añadido que me entusiasmó fue que, al estar hecha con arcilla, se va desintegrando a medida que se aproxima el fin de la exposición, desvaneciéndose su ser en el tiempo.

De una concepción radicalmente diferente del ser y el tiempo emerge el Valle de los Caídos. Debido a mis prejuicios liberales, nunca me había dignado visitar este monumento funerario cargado de tanta significación franquista. Craso error que remedié gracias a que los martes cierra el Reina Sofía, por lo que no puede visitar la exposición dedicada al también escultor postmoderno Juan Muñoz.

Desde El Escorial, donde me encontraba, era fácil acercarse a lo que me imaginaba un monstruo de granito, entre lo elefantiásico y lo hortera. Tuve suerte. Agosto terminaba y el cielo estaba nublado, cargando el aire de amenazante grisura. Buen ambiente para contemplar cómo emergía entre un océano de pinos y robles una inmensa cruz sostenida sobre unas rocas. Debajo de ella se abría un portón abierto de arcos, a través del cual una entrada se sumergía en la piedra. Había sentido algo semejante en las cuevas excavadas en la tierra del Sacromonte y Guadix en Granada, pero aquí se le sumaba un efecto de trascendencia y la majestad de un esfuerzo titánico. Todo el conjunto adquiría en ese día plomizo el panorama de una pintura metafísica de Giorgio de Chirico o el paisaje romántico-tétrico de La isla de los muertos (Arnold Böcklin, 1880).

La montaña de los muertos, de hecho, podría ser un nombre más ajustado para el lugar en el que están enterrados José Antonio Primo de Rivera, Francisco Franco y un número indeterminado de combatientes de los dos bandos cainitas. La enormidad de la cripta queda acentuada por una iluminación mínima que simula un corredor medieval, más cercano a la mitología que a la historia. A dicha sensación de encontrarse en un lugar más propio de titanes que de humanos o de dioses contribuyen las estatuas de Juan de Ávalos, un antiguo militante socialista que aquí realizó sus obras maestras llenas de poderío. Flanqueado el visitante ocasional, mientras camina hacia la capilla, por semejantes ángeles, más demoníacos que divinos, es fácil imaginar lo que sentiría Frodo entrando en el reino oscuro de Moldor, en la Casa de Sauron. O, como nos mostraba Michael Mann en su última película, la combinación de sensaciones de juego y peligro que debió de embargar a Dillinger cuando decidió darse un garbeo por la oficina del FBI que lo perseguía.

La cripta destila una inmensidad siniestra y telúrica, emana un aura cargada de energía oscura y potente. Están enterrados allí el dictador y el mito de la extrema derecha, y hay que reconocerles a los responsables, otra cosa sería rendirse a la mediocridad y el resentimiento, que el mausoleo está a la altura de, por poner, Darth Vader. Puede parecer una blasfemia, o una broma de mal gusto, recordar al héroe del reverso tenebroso de la Fuerza en este contexto. Pero sólo pretendía estar a la altura de una de las mayores bromas que un artista español se ha permitido (de manera inconsciente, supongo): en la cúpula que sobrevuela el altar y las tumbas de Franco y Primo de Rivera, el catalán Santiago Padrós compuso con unos cinco millones de teselas varias escenas correspondientes a la idea de la España nacional-católica. En una de ellas aparecen todos los santos que habrían contribuido a hacer de España Una, Grande, Libre, Apostólica y Romana. Pues bien, entre todos ellos, codeándose con San Juan y Santa Teresa, por supuesto con Santiago Apóstol (¡y cierra, España!), el artista situó, nada más y nada menos, que a don Miguel de Unamuno, a estas alturas, nunca mejor dicho, para siempre bueno y mártir.

Empezamos con Mao y terminamos con Franco. El arte tiene esa característica evanescente y abstracta: en sus mejores ejemplificaciones, termina por elevarse por encima de las circunstancias que lo hicieron emerger. Es capaz de saltar sobre su propia sombra. Incluso de dejarla atrás.

Santiago Navajas
Pinche aquí para acceder al blog de SANTIAGO NAVAJAS.

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