Como es norma en la historia moderna de Israel, la Guerra del Líbano estuvo precedida por una campaña de hostigamiento terrorista al Estado judío; en este caso, mayoritariamente desde el País de los Cedros. |
Desde 1980 hasta ya iniciada la contienda (junio del 82), los ataques de la OLP contra intereses israelíes y judíos –en Europa, fundamentalmente– habían costado la vida a 40 personas y heridas a más de 300. En la primera mitad del año 82, la OLP había asesinado a un consejero de la embajada israelí en París y herido gravemente al embajador israelí en Londres. Asimismo, había enviado cartas-bomba a la embajada de Israel en Atenas y atentado contra la legación israelí en Guatemala.
Así las cosas, Jerusalén decidió no seguir tolerando el acoso de la OLP, que a la sazón se encontraba refugiada en el Líbano, cuya zona sur de hecho controlaba. Por eso lanzó la operación Paz para la Galilea, así llamada porque esta zona del norte de Israel era la más castigada por los terroristas.
El ejército israelí avanzó hasta Beirut, y se detuvo debido a las fuertes presiones internacionales. En esta ocasión, un solo país árabe intervino: la vecina –del Líbano e Israel– Siria; pero, luego de perder muchos aviones y hombres, decidió abandonar a la OLP a su suerte.
Según fuentes del Estado judío, en esta guerra de apenas dos meses de duración murieron 370 soldados israelíes, unos 600 sirios y en torno a 3.000 terroristas palestinos.
Esta vez, sucedió lo de siempre: luego de tolerar el hostigamiento terrorista a Israel, la comunidad internacional decidió presionar a Israel cuando Israel decidió defenderse. Esta vez, los beneficiados fueron los terroristas de la OLP. El entonces secretario general de la ONU, el peruano Javier Pérez de Cuéllar, permitió, en respuesta a un pedido de Yaser Arafat, que ondeara el pabellón de dicha organización en los barcos griegos que iban a trasladar a la dirigencia de la OLP a Túnez. El propio Arafat fue escoltado por un funcionario de la ONU, así como por los embajadores de Francia y Grecia. Verdaderamente, fue algo insólito.
Esta guerra, que tuvo un origen y unos justificantes claros, quedó marcada y se recuerda fundamentalmente por la matanza de Sabra y Chatila, perpetrada en el mes de septiembre –es decir, luego del fin de las hostilidades– por falangistas cristianos. En el transcurso de la misma cayeron asesinadas unas 400 personas, mayoritariamente musulmanas y palestinas.
Sabra y Chatila fue un episodio muy grave, pues las víctimas eran en su mayoría civiles indefensos, pero, lejos de inscribirla en el marco de la operación Paz para la Galilea, se impone situarla en el contexto de la guerra civil que asolaba el Líbano desde el 76 y en el odio que sentían las Falanges cristianas hacia la OLP, mayoritariamente musulmana, que había llegado a crear un Estado dentro del Estado en el País de los Cedros. Sea como fuere, Paz para Galilea recibió un golpe tremendo, incluso en el propio Israel, donde los actos de protesta se sucedieron.
El impacto en la sociedad israelí fue tal, que se acabó creando una comisión oficial, la Comisión Kahan, con el objeto de esclarecer lo ocurrido. Pues bien, los comisionados concluyeron que Israel no tuvo intención de provocar ese daño, y aunque responsabilizó de la matanza a los falangistas cristianos, atribuyó responsabilidad indirecta al primer ministro, al ministro de Defensa y al jefe del Estado Mayor Conjunto israelíes por no haber previsto que podía suceder algo así, por permitir el paso de los falangistas y por no haber intervenido inmediatamente luego de que éstos dieran inicio a la matanza.
Conocido el veredicto de la comisión, el jefe del Gobierno israelí, Menahem Beguin, presentó su dimisión y abandonó la política; también el ministro de Defensa, Ariel Sharón, renunció al cargo, pero no abandonó la política: mucho tiempo después, en 2001, fue elegido primer ministro, puesto del que sólo pudo apartarle la hemorragia cerebral que lo tiene en estado de coma desde enero de 2006.
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