Los americanos, que 18 años antes se habían retirado cobardemente de Vietnam, tenían en 1991 una espinita clavada en lo más profundo de su orgullo nacional. |
Probablemente por eso, porque las guerras siempre están motivadas por una cuenta pendiente, el 12 de enero de 1991 el Congreso de los Estados Unidos autorizó al presidente George Bush (padre) el uso de la fuerza militar para liberar Kuwait. Los yanquis no son amigos de esperar, así que cuatro días después dio comienzo la llamada Operación Tormenta del Desierto, que consistió primero en un bombardeo por aire y luego en una invasión por tierra. El Ejército norteamericano evitó cometer el error de Vietnam y no se embarcó solo en la aventura bélica. Como en los viejos tiempos, contó con el apoyo de una gran alianza internacional, en la que participaron con entusiasmo Felipe González y el rey de los saudíes.
La operación hizo honor a su nombre y pasó como una tormenta por el desierto iraquí; con mucho aparato eléctrico, eso sí, y con cobertura mundial en directo. La del Golfo, que es como se la bautizó a toda prisa, fue la primera guerra televisada en tiempo real. Los bombardeos se programaban en horario de máxima audiencia, y los corresponsales iban pertrechados de antenas portátiles para enlazar las imágenes por satélite según cargaba la artillería aliada sobre las posiciones enemigas. A ratos parecía que, como en los chistes de Gila, el comandante americano llamaba al iraquí rogándole que interpretase dignamente el papel de perdedor.
A diferencia de en Vietnam, donde las noticias eran, digamos, falso directo y los marines morían como chinches en la jungla, en Kuwait la máquina de guerra llegó a su sofisticación más absoluta. El soldado de a pie no era ya carne de cañón, sino un arma valiosísima entrenada y equipada con lo último de la tecnología bélica. Los tanques y otras unidades móviles llevaban GPS a bordo, gracias al cual, por vez primera en la historia, los combatientes sabían perfectamente de dónde venían y dónde estaban. El destino se lo decía un satélite que mostraba las posiciones enemigas con todo detalle. A tanta exuberancia tecnológica los iraquíes oponían un ejército numeroso pero mal equipado, mal entrenado y con la moral por los suelos. Así cualquiera gana una guerra.
El paseo militar fue tan triunfal, que hasta quitó mérito a la victoria. Una victoria que luego no sirvió para casi nada. Kuwait fue liberado, sí, pero a Sadam Husein, el tirano invasor, le permitieron seguir en la poltrona; para que, a falta de kuwaitíes, se entretuviese machacando a su propio pueblo. Y a eso se dedicó hasta que, doce años y un siglo después, otro Bush, que también se llamaba George, sintiese la llamada a culminar la obra de su timorato padre.
Fue tan poca cosa, decía, que en febrero la guerrita del Golfo ya había terminado. La otra guerra, la Fría, estaba a punto de echar definitivamente el telón. Lo hizo en el mismo lugar donde se había levantado, en la cicatriz abierta por el Ejército Rojo en el corazón de Europa. Los países del bloque socialista fueron poco a poco desligándose de su antiguo amo hasta que, el 1 de julio, y por falta de miembros, el Pacto de Varsovia se disolvió formalmente; en Praga. El presidente checoslovaco, Václav Havel, puso fin a 36 años de Amistad, Cooperación y Asistencia Mutua, que es como, eufemísticamente, se llamaba la alianza militar acaudillada por la Unión Soviética.
La otrora poderosa URSS, que cinco años antes hubiese descargado toda su ira sobre los insumisos, no estaba ya para imponer su ley en Europa. Los problemas se le amontonaban en casa. En enero, Lituania se sublevó. El Kremlin trató de impedirlo por la fuerza, por lo que el 13 de enero se produjo una absurda matanza en Vilna, en la torre de la televisión: 14 muertos y más de 150 heridos. Pero la marea era imparable. En marzo, Letonia, Estonia y Georgia se proclamaron independientes. En verano, la Unión Soviética colapsó.
El 19 de agosto, el vicepresidente Guenady Yanayev y otros siete jerarcas de la vieja guardia le dieron un golpe de estado a Mijaíl Gorbachov, que fue arrestado y confinado en su residencia veraniega de Crimea. Entre tanto, las calles de Moscú se llenaron de carros blindados, al abrigo de la ley marcial declarada por el general Kalinin, comandante militar de la capital. Entonces sucedió lo que nadie esperaba: Boris Yeltsin, un antiguo hombre de Gorbachov recién elegido como presidente de la Federación Rusa, se opuso al golpe y, arropado por los moscovitas, se atrincheró en la Casa Blanca –así se conoce en Rusia a la sede del Parlamento–. El golpe fracasó dos días después, y los cabecillas golpistas fueron arrestados: uno de ellos, el letón Boris Pugo, que había propuesto el día 20 masacrar a los resistentes de la Casa Blanca, disparó a su esposa y luego se descerrajó un tiro en la sien.
Entonces, como a un enfermo terminal que le van fallando, uno a uno, todos los órganos, la URSS se descompuso en quince días. El día 24 Ucrania se declaró independiente; el 25, Bielorrusia; el 27, Moldavia; el 30, Azerbaiyán; el 31, Kirguizistán y Uzbekistán. El 6 de septiembre, Leningrado volvió a llamarse oficialmente San Petersburgo, y 10 días después las tres repúblicas bálticas fueron admitidas en la ONU. En octubre desapareció la KGB, y Turkmenistán reclamó su independencia. Para el aniversario de la Revolución, el septuagésimo cuarto, la URSS era un cadáver, embalsamado y tieso como la momia de Lenin, que aguardaba paciente su entierro.
El 10 de diciembre fue el tuno de Kazajistán. Rusia se quedó sola en la casa soviética; pero sólo por dos días: el 12, la República Socialista Federativa Soviética de Rusia dejó de serlo. Al poco, los líderes de Rusia, Bielorrusia y Ucrania crearon la Comunidad de Estados Independientes, a la que después se unieron otras ex repúblicas soviéticas, huérfanas políticas, económicas e ideológicas del Imperio Rojo que un día soñó con conquistar el mundo y rendirlo a sus pies.
La fría mañana del día de Navidad, la bandera soviética, rojo sangre con su hoz, su martillo y su estrella en el cuarto superior derecho, ondeó por última vez en el Kremlin. El siglo XX terminaba con nueve años de adelanto arriando el símbolo de uno de los regímenes más odiosos de toda la historia de la humanidad.
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