Prueba de que Cataluña constituye el último baluarte de la España cejijunta es que, fiel a la muy canónica tradición de la barbarie peninsular, ha condenado al exilio a otro de sus –muy contados– talentos, Albert Boadella. Ya se lo advirtió Pla, que conocía al ganado local mejor que nadie: "Vigile, Boadella, sobre todo vigile mucho, que Cataluña es un país de cobardes". Pero él desoyó el consejo del maestro al violar la constitución no escrita que rige la vida civil en este páramo. Ésa cuyo artículo primero reza: "A los apóstatas que abjurasen de la santa religión identitaria se les respetarán honor, empleo y hacienda siempre y cuando permanezcan mudos con expresa renuncia a ejercer la condición jurídica de ciudadano".
De ahí que haya sido en el destierro donde acaba de concebir una asociación cívica que bien pudiera llamarse "Que se larguen de una puta vez". Iniciativa loable, sobre todo por el cargante soniquete perdonavidas que subyace tras charlotadas como ésa del Butifarrendum secesionista. Y es que a muchos agnósticos locales nos resulta indiferente que Cataluña se declare república de Ikea, cantón, confederación de masías o sultanato islamista. Consumada de facto la secesión sentimental de España, la letra pequeña de la ruptura material nos trae sin cuidado.
No obstante, el problema nunca lo ha representado el independentismo, sino el catalanismo. Y ello por una razón simple, a saber, la genuina esencia de esa religión civil no es política –construir un estadito nacional–, sino metafísica: recuperar la pureza primigenia de una identidad tribal contaminada por el estigma español. Razón última de su obsesivo cerco a los no creyentes en tantas parcelas de la vida cotidiana. A esos efectos paranoicos, resulta accesoria la división entre independentistas, confederales, soberanistas, federalistas o simples regionalistas, si los hubiera.
Igual da porque el catalanismo que a todos impregna no es un argumento político, sino una forma de argumentar políticamente: la que se presenta a sí misma como si fuese una realidad objetiva de la Naturaleza, una verdad tan indiscutible e inobjetable como la montaña del Tibidabo o el teorema de Arquímedes. Ese cerril dogma hegemónico, y no la minoría independentista, es quien ha condenado al ostracismo tanto a los catalanes que viven en el exilio exterior como en el interior. Lo otro, que se marchen o no, ¿a quién le importa?
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