«Qué fue de mis amigos?». La pregunta con la que cierto trovador del siglo XIII hace arrancar el que es uno de los poemas primordiales de la lengua francesa conmueve con la fuerza de lo inmune al tiempo, eso que habita lo más noble de la mente humana. Rutebeuf los añora como hojarasca que el viento hizo volar, porque bien leve es el peso de toda cosa humana: ingrávidas hojas secas que el azar aventa. «Aquellos a los que tanto amé», lamenta el trovador, «fueron barridos; el viento, creo, se los llevó». Pocos momentos líricos me son tan sagrados como esos de la Complainte -el «lamento»- de un poeta que, hace más de setecientos años, plasmó lo que la edad acaba por imponer a todo hombre: que sólo en la amistad pervive una chispa de aquel perdido paraíso de nuestras leyendas. Al final de una vida humana, quedan los pocos nombres de los amigos. Si es que uno tuvo la fortuna de tenerlos. Sólo en la amistad veía el austero Baruch de Spinoza el territorio propio al hombre libre, porque sólo «al deseo por el cual se siente obligado el hombre que vive según la guía de la razón a unirse por amistad a los demás, lo llamo honradez, y llamo honroso lo que alaban los hombres que viven según la guía de la razón, y deshonroso, por contra, a lo que se opone al establecimiento de la amistad». Las vías de la amistad marcan biografías paralelas. Inmunes a la carcoma del tiempo y la distancia. Hay un texto de Maurice Blanchot, maravilloso, que evoca ese aliento libre, aun en medio de los terribles años cuarenta europeos, y que debería ser de obligada lectura en las escuelas de este país cada vez más náufrago del odio: En favor de la amistad, canto a los hombres que, desde las más enemigas trincheras, supieron preservar el primordial respeto a sus hermanos de intelecto.
A Hermann Tertsch me lo crucé cuando los dos volábamos en dirección a la Rumanía anímicamente descoyuntada de después de Ceaucescu. Nuestros respectivos periódicos se detestaban, pero ¿en qué diablos podía eso concernirnos a nosotros que asistíamos al devastador espectáculo de la caída de las peores dictaduras del siglo veinte? Éramos hombres libres. Habíamos apostado por serlo a cualquier coste. Y nada que no sea la razón cuenta para los libres. Y sólo en la razón libre, amistad significa algo. Vimos, en el despiadado Bucarest en torno nuestro, aquel horrible basurero al cual puede un eficiente totalitarismo reducir el alma humana. Él conocía aquello mucho mejor que yo y estaba mejor preparado para sobrevivirlo. La lección para los dos fue la misma, sin embargo: a este pudrir la dignidad de ser un hombre llaman socialismo. Nunca más esto. Nunca más. Y, aunque veníamos de viajes biográficos muy distintos, creo que los dos supimos luego mantenernos fieles a aquel envite: no mentir nunca; aunque, a veces, empeñarse en no cerrar los ojos salga tan caro en países tan bestias como éste. Aunque decir lo más elemental, la línea infranqueable que separa la verdad áspera de la cursi mentira, sea aquí casi siempre tan difícil; aquí, donde maestros de la crueldad, como Castro o Chávez, siguen siendo para tantos angélicos héroes liberadores. Aquí, en donde a aniquilar al que razona se llama pacifismo.
No es nuevo el método para linchar: primero, uno se inventa a un enemigo del pueblo; después, ya surgirá algún bárbaro para ejecutar la sentencia. Bárbaros, en esta tierra nuestra, nunca faltan. A veces, pueden hasta hacer el trabajo gratis. Por el solo placer del carnicero. Es la misma basura del Bucarest de 1989. O sus gérmenes. Quienes vivían a costa del sufrimiento de todos llamaban a esa cosa socialismo.
Gabriel Albiac - Catedrático de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid
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