Los minaretes tienen la misma función que los campanarios de las iglesias: llamar a los fieles a la oración. De hecho, unos y otros se influyeron mutuamente y durante siglos rivalizaron como símbolos de poder y ascendiente sobre las almas de los creyentes.
Algún eco de esas rivalidades ancestrales ha asomado en estos días. Pero no nos engañemos: el debate sobre la prohibición de los alminares, como el de los crucifijos, es animado también por un mismo fundamentalismo laicista que pregona que la religión es un asunto que debe limitarse al estricto ámbito de la vida privada. Un disparate: el islam y el catolicismo son indisociables de su dimensión pública -que no política- en ecclesia (asamblea) o en la umma (comunidad). Vetar esa dimensión es intentar eliminar ambas religiones.
El fundamentalismo laicista sueña con un mundo en el que la «fiesta de invierno» sustituye a la Navidad y los grandes almacenes en rebajas a las catedrales, donde actores, cineastas y astros del espectáculo ocupan el nuevo santoral y el misterio es erradicado como superchería. En el que el Estado y el mercado sustituirían a Dios. O sea, Hegel de rebajas. Ni almuédanos, ni campanarios, pero nuestros tímpanos serían atronados con las excelencias de la Semana Fantástica y los ecos del telediario.
¿Una exageración? Sin duda, pero este fundamentalismo laicista -a menudo más esnob que convencido- contribuye a alimentar la paranoia del integrista musulmán, que tiende a ver en la moderna cultura occidental una conspiración para eliminar a Dios, erradicar la religión y acabar con el tradicional sistema de valores que sustenta sus vidas.
Desde esa paranoia, el fanático islamista cree que su locura terrorista es simple lucha por la supervivencia. Y no se trata de justificar lo injustificable, sino de leer la mente del asesino y los efectos que ciertas frivolidades pueden tener sobre la misma.
Alberto Sotillo
www.abc.es
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