Hace treinta años, el 12 de diciembre de 1979, finalizaba el secuestro al que me había sometido la banda terrorista ETA -versión «poli mili»- durante treinta y un días. En los aniversarios anuales procuro dirigir una breve e intensa plegaria de acción de gracias a la Virgen de Guadalupe, cuya fiesta se celebra ese día, y en los decenios -ya vamos por el tercero- torno ligeramente la vista atrás para ensayar la comparación del tiempo que entonces fue con el actual. Es tópico convencional afirmar que mi vida comenzó de nuevo aquel doce de diciembre cuando los terroristas, a lo que parece dirigidos por el insigne «hombre de paz» llamado Arnaldo Otegui, decidieron poner fin a la vesania que durante un mes tuvo a mi vida en peligro y a todo el país sumido en la incertidumbre. No lo es tanto el procurar dejar constancia de un testimonio raro: el de un superviviente de entre tantos que, sometidos a la misma tortura, pagaron con su vida o con su razón la voluntad de servicio público a una patria que quisieron amplia, generosa, democrática, distinta.
Hacía apenas un año que la Constitución había recibido el respaldo mayoritario de los españoles y las Cortes comenzaban el debate sobre los primeros estatutos de autonomía. Fue precisamente en el curso de la discusión sobre el Estatuto de Guernica cuando tuvo lugar mi secuestro, concebido por los nacionalistas radicales como un sistema de presión sobre el gobierno del Madrid. El general Franco había muerto cuatro años antes, en 1975, y los españoles habían sabido demostrar, en la peor de las circunstancias posibles, una admirable madurez en el tránsito hacia la democracia, ya por entonces motivo de admiración y envidia para propios y extraños. A finales de 1979 quedaba todavía mucho por hacer. Comenzaba el rodaje de la descentralización recogida en el capítulo VIII del texto constitucional, dedicado a las autonomías. España quedaba todavía fuera de los organismos europeos y de la OTAN. Le economía, a la que todas las fuerzas políticas y sociales habían aportado su colaboracion en los pactos de la Moncloa, era todavía débil e incierta. El terrorismo golpeaba con mucha más virulencia que durante los tiempos de Franco. Ciertos sectores militares chirriaban ante los cambios políticos. En definitiva, nada ni nadie que no fuéramos nosotros mismos nos garantizaba que el experimento en la instaurada democracia fuera a tener éxito permanente, pero una inmensa mayoría de españoles creían haber encontrado en el texto constitucional el amparo para tantas carencias de la vida nacional: la consagración de la libertad de los ciudadanos, el establecimiento de la democracia parlamentaria, el reconocimiento de las diversidades existentes en el solar patrio, la superación definitiva de los enfrentamientos fratricidas de la guerra civil. En definitiva, la recuperación de un país digno, respetado, asentado en sus tradiciones y abierto a las novedades, unido y plural, próspero a la vez que austero, normalizado en el interior y en el exterior.
No está claro que lo hayamos conseguido. Qué duda cabe: es España hoy un país más próspero, mejor dotado, más conocido y apreciado que el que yo y las gentes de mi generación con tanto esfuerzo como ilusión nos empeñamos en sacar a flote hace tres décadas. Y hasta hace todavía pocos años, los que transcurren entre 1982 y 2004, la veintena virtuosa de la convivencia española, y a pesar de los problemas que nunca dejaron de acecharnos -el terrorismo, en primer lugar- la sociedad española siguió dando muestras de una admirable vitalidad creativa. Este era un país que parecía tener ganas y hechuras para jugar en las grandes ligas.
Pero las insidias de unos y la dejadez de otros han contribuido a socavar gravemente la forma y la sustancia de la ley constitucional -en cuya textualidad, y no en otro lado, se encierra el pacto constitucional-. Herederos como fuimos de un patriotismo nacional tan hipostasiado como débil pensamos que las fórmulas del texto de 1978 bastarían para saciar la reivindicación nacionalista y no ha sido así. Por el contrario, cesiones y abandonos han alimentado un proyecto radical que nunca fue leal a los pactos políticos iniciales y que no ha perdido ocasión para avanzar en los proyectos segregacionistas. La Constitución que quiso y mereció ser de todos, y cuya larga vida tantos deseamos como garantía de la libertad de todos, lucha en sitios insospechados, algunos de ellos cercanos a los entresijos del poder, para mantener la virtualidad de su afirmación central, aquella que define a España como «la patria común e indivisible de todos los españoles». No está hoy de moda el constitucionalismo ni en curso las invocaciones a la «Pepa» del 78.
Como tampoco lo están las convocatorias a la reconciliación entre los españoles, en su momento una de las más poderosas bases para facilitar el tránsito pacífico de la dictadura a la democracia. Pasados treinta y seis años de la muerte del general Franco y transcurridos setenta y uno del final de la guerra civil los desenterradores profesionales de la memoria histórica se aferran al macabro propósito de reescribir unas vicisitudes sangrientas que la inmensa mayoría de los moradores de este ajetreado territorio habían colocado en los espacios del perdón, o del olvido, o de ambos.
Y entre dimes y diretes, la sociedad española, al amparo de las fórmulas políticas al uso, se recuesta en el hedonismo insustancial y equidistante del morisco machadiano -versión don Manuel- donde la educación es pobre, nulas las ambiciones, magras las ganancias y bastantes las coberturas sociales. Y donde reina el botellón, signo supremo de los tiempos.
Claro que en el almario quedan algunas, pocas, esperanzas:que Otegui siga en la cárcel y el terrorismo definitivamente desaparezca; que los dedicados estudiantes españoles que hoy desarrollan sus esfuerzos en el extranjero puedan volver pronto a una patria mejor; que el modelo político recientemente instalado en el País Vasco, hecho de la colaboración entre las dos grandes fuerzas políticas nacionales, tenga su seguimiento en Cataluña; que el hartazgo ante la corrupción fuerce la adopción de medidas y la imposición de conductas donde prime la frugalidad y el buen sentido; que en toda su amplitud retorne a la vida patria el imperio de la ley -lo que en verdad significa el Estado de Derecho- y el respeto a la mejor Constitución que nunca tuvo la nación española, la de 1978.
Pero, treinta años después, no me siento autorizado al optimismo. ¿Hemos dejado escapar otra ocasión histórica? ¿Nunca tuvimos remedio? ¿Es «hoy siempre todavía», versión machadiana, don Antonio? De verdad que no lo sé. Quisiera no tener que dudarlo.
Javier Rupérez - Embajador de España
www.abc.es
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