sábado, 31 de maio de 2008

Cuando los vascos decidían

Las preguntas de la «consulta» impulsada por Ibarretxe, en la que el delirio segregacionista sólo queda atemperado por un delirio sintáctico digno de aquel hidalgo vizcaíno caricaturizado por Cervantes, nos invitan a una melancólica reflexión sobre el «derecho a decidir» de los vascos.
Porque hubo un tiempo, antes de que una ideología esterilizante lo desecase, en que el genio vasco se expresó de modo rotundo; y esa expresión sin ambages hizo posible la constitución de España. El genio vasco ya se había manifestado en ocasiones anteriores (basta que recordemos a las mesnadas de Diego López de Haro, batallando junto al ejército castellano en Las Navas de Tolosa), pero sería en 1470 cuando mostrara su adhesión al proyecto que impulsaban quienes luego serían conocidos como Reyes Católicos. Isabel y Fernando apenas contaban por entonces con valedores de su causa, mientras los adeptos de la Beltraneja crecían como la espuma. En otoño de ese año, el rey Enrique IV reconocería solemnemente a su malhadada hija como sucesora al trono, infringiendo los compromisos de Guisando. La soledad de Isabel y Fernando es asfixiante: el desaliento y la falta de recursos los sitúan al borde de la claudicación, mientras los nobles del séquito de Enrique IV reciben donaciones a mansalva. Isabel y Fernando mandan entonces emisarios a Borgoña e Inglaterra, solicitando a los soberanos de estas naciones que se comprometan a respetar los privilegios de navegación y libre comercio de los marinos vascos en sus aguas. A los hidalgos vascos no les pasó inadvertido este gesto de los futuros unificadores de los Reinos de España; y correspondieron reconociendo la legitimidad de Isabel al trono de Castilla. Así se convirtieron en los primeros aliados y valedores de su maltrecha causa. Enterado del movimiento de los hidalgos vascos, Enrique IV viajó hasta Vizcaya, dispuesto a ofrecerles todo tipo de privilegios a cambio de que traicionaran a Isabel. La respuesta de los hidalgos vascos fue inamovible; su eco restallante no podrán apagarlo los libros de seudohistoria que obligan a los niños vascos a aprenderse en las ikastolas: «Antes morir que abandonar su obediencia». Y, en prueba de gratitud a esa expresión del genio vasco, Isabel y Fernando se preocuparon de que las empresas más relevantes de la Corona fueran siempre acaudilladas por vascos. Apellidos como Elcano, Oquendo, Legazpi, Blas de Leza, Garay o Churruca bastan para demostrar que Isabel y Fernando no se habían equivocado al medir el temple de los vascos.

Pero el genio vasco aún daría otra prueba acaso más acabada de su «derecho a decidir». Un segundón de Azcoitia llamado Íñigo decide abandonar las armas, después de ser herido en campaña militar, y engrosar otra milicia mucho más exigente. La posteridad lo conocerá como San Ignacio de Loyola: es el vasco, acaso también el español más asombroso que vieron los siglos; funda la Compañía de Jesús, y sus soldados capitanean las dos empresas más vigorosas de la época, dos empresas españolas que serían inexplicables sin el concurso del genio vasco: la Contrarreforma y la evangelización del Nuevo Mundo. Y es que el genio vasco, mientras existió, decidió ser español; no por adherencia o incrustación, sino constitutivamente español. España, simplemente, no hubiese existido sin el concurso del genio vasco, que es ante todo genio católico, en la acepción religiosa de la palabra y también en la etimológica; o sólo habría sido una aglomeración de reinos de taifas, como nos explica Menéndez Pelayo. Pero hubo un día en que el genio vasco se esclerotizó, sustituyendo su esencia constitutiva por una ideología que, para fortalecerse, quiso apropiarse de las esencias vascas, desnaturalizándolas. Y así, el nacionalismo, que se proclamaba católico, fue usurpando los rasgos constitutivos del genio vasco; y la mejor prueba de este proceso de usurpación es que, a medida que los vascos eran más nacionalistas, en lugar de ser más católicos, lo eran menos, pues lo artificioso siempre agosta y deseca lo que en el hombre hay de vocación natural, suplantándolo por una gangrena que coloniza todos los ámbitos de la vida, aun aquellos que son patrimonio del alma. Llegados a este extremo de desnaturalización, a los vascos se les quiere consultar sobre su «derecho a decidir» dejar de ser vascos; esto es, a renegar de su genio, de su alma constitutiva.

Juan Manuel de Prada
www.juanmanueldeprada.com

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