terça-feira, 20 de maio de 2008

Israel - Hace sesenta años se produjo un milagro...

Antes de mandarle, junto con William Clark, al Oeste, Thomas Jefferson envió a Meriwether Lewis a Filadelfia para que se reuniera con el doctor Benjamin Rush, que preparó una serie de preguntas a las que habría de dar respuesta la finalmente célebre expedición de ambos. Entre ellas se contaba ésta: "¿En qué se parecen las ceremonias religiosas [de los indios] y las de los judíos?".
Como muchos de sus contemporáneos –y de los nuestros–, Jefferson y Lewis sentían fascinación por las diez tribus perdidas de Israel, y pensaban que quizá estuvieran dispersas en las Grandes Llanuras.

Pero no estaban. Ni allí ni en ningún otro sitio. Su desaparición en las tinieblas de la historia desde su exilio de Israel, en el 722 a. e. c., no es nada excepcional, sino algo muy común: ése es el destino que han corrido los pueblos que, un día, fueron derrotados, dispersados y forzados a abandonar sus tierras.

Podemos citar una excepción, una historia milagrosa de redención y retorno después de ¿un siglo?, ¿dos?; no, después de dos milenios. Conviene destacar, además, que ese milagro se ha producido en nuestros días. Nos referimos, claro, al regreso de las otras dos tribus de Israel –Judá y Benjamín– a su hogar ancestral, hace ahora sesenta años.

El establecimiento del Estado de Israel trajo consigo unos cuantos milagros más, como la creación del primer ejército judío desde los tiempos de Roma o la resurrección, sin precedente conocido, de una lengua muerta como el hebreo, que hoy en día es la lengua de uso de una vibrante nación de siete millones de habitantes. Como dice la historiadora Barbara Tuchman, Israel es la única nación que se gobierna sobre el mismo territorio que hace 3.000 años con el mismo nombre, la misma religión y el mismo idioma.

En un primer momento se hablaba de Israel en términos harto románticos. Hoy, esa manera de ver las cosas del Estado judío se considera simplista, anacrónica e incluso insensible, una sarta de mitos sionistas concebidos para ocultar la realidad del despojo a que fueron sometidos los palestinos.

Para nada. Evidentemente, el sufrimiento palestino es real y sobrecogedor. Pero lo que la narrativa árabe distorsiona deliberadamente es el origen de la tragedia de los propios árabes, que hay que buscar en la insensatez de sus fanáticos líderes, desde el gran muftí de Jerusalén Hajj Amín el Huseini, que colaboró con los nazis y pasó en Berlín la II Guerra Mundial, hasta el egipcio Gamal Abdel Naser, pasando por Yaser Arafat o los cabecillas de Hamás: una y otra vez, han optado por la guerra antes que por el compromiso y la reconciliación.

El despojo palestino es consecuencia directa del rechazo árabe, ayer y hoy, a que haya un Estado judío, no importan dónde ni cuál sea su tamaño, en el territorio que los árabes consideran de su exclusiva propiedad. Ésta fue la causa de la guerra que, hace sesenta años, originó el problema de los refugiados. Ésta es la causa de que la guerra siga imperando en aquellas tierras.

Seis meses antes del nacimiento de Israel, la ONU decidió –por una mayoría de dos tercios– que la única solución justa a la salida británica de Palestina era la creación de dos Estados vecinos, uno judío y otro árabe. Pues bien, los hechos son los que fueron: los judíos aceptaron tal compromiso y los árabes no. Así las cosas, el día en que los británicos arriaron su bandera Egipto, Siria, el Líbano, Transjordania e Irak invadieron Israel. Seiscientos cincuenta mil judíos contra cuarenta millones de árabes.

Israel se impuso. Otro milagro. Pero el precio que hubo de pagar fue muy alto –no sólo sufrieron los palestinos desplazados como consecuencia de una guerra que tenía por objeto aniquilar al recién nacido Estado judío–: el 1% de su población (6.373 personas) perdió la vida en la contienda.

Raramente se habla del terrible sufrimiento israelí en la guerra del 48: sólo se habla del sufrimiento palestino. De la misma manera, hoy sólo se habla de los asentamientos y los controles y la ocupación israelíes, causantes, según tantos, del terrorismo y la inestabilidad que padece la región. El caso es que en 1948 no había territorio ocupado alguno; tampoco en 1967, cuando Egipto, Siria y Jordania unieron fuerzas en una segunda guerra de aniquilación contra Israel.

Eche un vistazo a la Gaza de hoy. No hay ocupación israelí, no hay asentamientos israelíes, no hay un solo judío en toda la Franja. ¿Y qué hacen los palestinos? Lanzar misiles que matan y mutilan a civiles israelíes. ¿Y cuál es el casus belli que, según el Gobierno de Gaza, subyace a estos ataques? La mera existencia del Estado judío.

Israel es culpable no por lo que hace, sino por su insistencia en existir. El día en que los árabes –especialmente los palestinos– tomen la decisión de aceptar la existencia del Estado judío habrá paz: ahí están como prueba los tratados que Israel ha firmado con Egipto y Jordania. Hasta entonces, habrá guerra, y los procesos de paz no servirán para nada, por muy bienintencionados que sean.

Charles Krauthammer
© The Washington Post Writers Group

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