sexta-feira, 16 de maio de 2008

La libertad de los malhechores

LIBERTAD: he aquí la palabra predilecta de los malhechores. Puede que la libertad sea el mayor bien en manos de hombres de bien; pero, desde luego, el mayor mal del mundo es la libertad en manos de malhechores y gente corrompida. En su opúsculo «Esencia del liberalismo», el gran Leonardo Castellani lo explica de forma preclara: «La palabra libertad, si no se le añade para qué, es una palabra sin contenido (...). Un jefe socialista del siglo pasado, el judío alemán Bernstein, dijo: «Poco importa hacia dónde vamos, lo que importa es el movimiento, porque la libertad es un movimiento...» Es una bobada filosófica: la libertad no es propiamente un movimiento, sino un poder moverse solamente; y en el moverse lo que importa es Hacia Dónde; lo que determina el movimiento -dicen los filósofos- y lo hace chico o grande, bueno o malo, es el término dónde». De lo cual se desprende que una libertad que no sabe hacia dónde va es peor que la ausencia de libertad, del mismo modo que la sofística es peor que la ausencia de filosofía o la superstición es peor que la ausencia de religión.

La libertad se ha convertido en el talismán más invocado de nuestra época. Falta saber, sin embargo, si quienes lo enarbolan no serán malhechores y gente corrompida. Y, para averiguarlo, basta con que nos preguntemos: «Libertad, ¿para qué?». Ejemplificaremos nuestro aserto con un caso que en estos días propicia ríos de tinta; un caso en apariencia frívolo que, sin embargo, nos ilustra cómo la libertad suele ser el talismán invocado por los malhechores. Telma Ortiz, la hermana de la princesa Letizia, solicitó amparo judicial contra los persecutores y allanadores de su intimidad; pero su solicitud ha sido desestimada. De inmediato, cierta prensa ha calificado esta resolución judicial como una victoria de la «libertad de expresión». Pero libertad de expresión, ¿para qué? La libertad de expresión no es un bien jurídico que deba protegerse per se; hace falta saber para qué se solicita libertad de expresión: pues, si se solicita para un fin ilícito, tal libertad no merecería protección, sino castigo. En el caso concreto que nos ocupa, una jueza ha reconocido libertad de expresión para convertir en un infierno la existencia de una persona, libertad de expresión para husmear en su intimidad, libertad de expresión para acosarla en el instante mismo en que sale por la puerta de su casa, libertad de expresión para amargarle un paseo por el parque con su novio y con su hija. Los malhechores que invocan la «libertad de expresión» sustituyen este para qué inmediato por un para qué mediato, y mencionan campanudamente el «derecho a la información» que asiste a los individuos en las sociedades libres. ¿Libres para qué?, volvemos a preguntarnos. Libres para chapotear en el fango de la más indecente curiosidad, libres para escudriñar morbosamente la vida del prójimo, libres para aliviar sus frustraciones desvalijando intimidades ajenas. La idolatría de la libertad ha propiciado la conversión de cada hombre en un caprichoso caudillito, un chiquilín agitado e irresponsable que demanda la satisfacción de sus instintos más bajos como si tal satisfacción fuese una exigencia de la libertad. Naturalmente, al satisfacerse esa demanda no se logra conquista alguna de la libertad, pues la libertad desnortada sólo engendra esclavitud; pero eso es lo que los malhechores anhelan: gente esclavizada por sus caprichos y morbosidades, por sus instintos más bajos; gente, en fin, corrompida como ellos mismos... que les permite lucrarse.

Una jueza acaba de dictaminar que es posible atropellar la intimidad de una persona, por el hecho de que sea notoria. Que tal atropello se intente justificar invocando una inexistente libertad de expresión nos sirve para confirmar el aserto con el que iniciábamos este artículo: el mayor mal del mundo es la libertad en manos de malhechores y gente corrompida. Antaño, la misión de la justicia consistía en corregir o anular la libertad de los malhechores, para que no dañasen a nadie. Pero héte aquí que la justicia de nuestra época subvierte su misión y permite a los malhechores ejercer una libertad sin preguntarse para qué se ejerce, o aceptando que tal libertad pueda ejercerse incluso para dañar la intimidad de una persona. Estamos en manos de malhechores, libérrimos malhechores bendecidos por una justicia corrompida.

Juan Manuel de Prada
www.juanmanueldeprada.com

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