quinta-feira, 8 de outubro de 2009

¿Quiénes hundieron a Azaña en el primer bienio?

Los anarquistas, al revés que los socialistas, llegaron muy debilitados a la república, si bien su sindicato, la CNT, recuperó fuerza de masas con rapidez inesperada, llegando a convertirse en el más numeroso; aunque sus disensiones internas y escasa disciplina hacían de él un enemigo del régimen menos peligroso que el PSOE.

Suele atribuirse a la CNT un millón y hasta un millón y medio de afiliados, y casi otros tantos a la UGT, pero se trata de datos propagandísticos, por más que hayan circulado mucho. Las cifras reales no llegaban probablemente a la mitad, como indican sus congresos. Aun así, se trataba de verdaderas masas, que podían imponer huelgas y arrastrar a otras muchas personas. Dentro de la CNT funcionaba una organización secreta o específica particular, la FAI, Federación Anarquista Ibérica, que intentaba manejar el sindicato siguiendo una tradición de sociedades de ese estilo que se remontaba ya a los tiempos de Bakunin. Había otros grupos de afinidad, de los que el más influyente era el de de García Oliver, Durruti, Ascaso y algunos más, poco afectos a la FAI.

Los conspiradores republicanos buscaron en 1930 la colaboración de los ácratas, pero estos no llegaron a participar en el Pacto de San Sebastián. Su postura en aquel momento era vacilante, pues suponían que la república sería un régimen débil en el que podrían desenvolverse con más facilidades que en la dictadura de Primo. Al llegar el nuevo régimen surgió una corriente conciliatoria y posibilista, encabezada por Ángel Pestaña, que planteó una posición similar a la del PSOE: respetar por un tiempo y en cierta medida la república burguesa para, en cuanto se diesen las condiciones propicias, acabar revolucionariamente con ella. Sin embargo, esta posición se vio agresivamente arrinconada por la de quienes decidieron desde el primer momento hostigar sin tregua a los gobiernos republicanos, de izquierdas o de derechas, pues en todo caso serían siempre capitalistas y explotadores. De ahí también la denuncia constante de la colaboración del PSOE con Azaña, que tanto preocupó a los socialistas.

Ciertamente, esta actitud de hostigamiento era más coherente con los postulados anarquistas que la actitud digamos oportunista de Pestaña, pues, a diferencia de los marxistas, los ácratas consideraban que el poder, todo poder, debía ser derribado de una vez por todas, y que ese hecho inauguraría por sí mismo una sociedad emancipada de los males del pasado.

Así, los anarquistas compartieron con los comunistas la hostilidad de principio a la república, y no cejarían en ella hasta la reanudación de la guerra, en 1936. Y como tenían una fuerza de masas de la que carecía el PCE, los efectos de esa hostilidad se notaron enseguida. En Cataluña, los nacionalistas de Macià y Companys, esperando atraerse a la CNT, se mostraron afectuosos con ella y le permitieron limpiar el mundo obrero de adversarios no anarquistas, en particular del Sindicato Libre, varios de cuyos militantes fueron asesinados impunemente, y otros muchos expulsados de su trabajo y condenados al hambre. Pero los anarquistas rechazarían también a los nacionalistas catalanes, para quienes se convirtieron en una pesadilla, como asimismo para los gobiernos de la república.

El terrorismo ácrata había sido una causa mayor de la ruina de la Restauración, pero ahora iba definiéndose una nueva táctica que explicó uno de sus líderes, el citado García Oliver: sustituir la "acción individual de atentados y sabotajes" por una "acción colectiva contra las estructuras del sistema (...) mediante la sistematización de las acciones insurreccionales, la puesta en práctica de una gimnasia revolucionaria". La cual golpearía una y otra vez al poder hasta derrumbarlo y abrir paso a la revolución social liberadora.

Una de sus primeras acciones de masas fue la huelga de Pasajes, en Guipúzcoa, a finales de mayo de 1931, que se saldó con ocho muertos y bastantes heridos. A principios de junio, otra huelga, en la Telefónica de Madrid, se desarrolló con movimientos de guerrilla urbana. A finales del mismo mes tuvo lugar una intensa agitación en Andalucía, incluso con consignas separatistas, que derivó en un movimiento insurrecional en el que estuvo mezclado Ramón Franco. Hubo un frustrado intento de robar 500 bombas de instalaciones militares, y tiroteos que causaron la muerte de varios guardias civiles y obreros. El gobierno declaró el estado de guerra en Sevilla y aplicó la ley de fugas contra algunos detenidos. La intentona costó 20 muertos.

A continuación vino la primera insurrección en forma, en el Alto Llobregat, a partir del 18 de enero de 1932. Azaña, exasperado, empleó el ejército para aplastarla, con órdenes de actuar, según consigna en sus Diarios, "con toda rapidez y con la mayor violencia". "Se fusilaría a quien se cogiese con las armas en la mano". Hubo 30 muertos, cientos de presos fueron internados en barcos convertidos en cárceles flotantes, y 104 jefes anarquistas fueron deportados a las colonias africanas, lo que dio ocasión a una huelga general en Barcelona. Azaña afirmó ante las Cortes que la insurrección estaba organizada por fuerzas extranjeras en connivencia con la extrema derecha, datos faltos de veracidad.

Esta represión no acabó con la gimnasia revolucionaria, si bien por unos meses solo se produjeron incidentes menores, como atentados, sabotajes y huelgas. En agosto, Azaña había vencido fácilmente el golpe derechista de Sanjurjo, éxito del que había salido muy reforzado, al igual que toda la izquierda, y estaba convencido de que la situación se había estabilizado a su favor. También creía haber "sofocado por la fuerza el movimiento anarcosindicalista", como escribió. Pero el 8 de enero de 1933 se vinieron abajo sus ilusiones ante una nueva insurrección ácrata en Cataluña y Andalucía. En Barcelona, la Guardia Civil logró capturar a tiempo a los dirigentes, pero en Cádiz la represión dio lugar al conocido episodio de Casas Viejas, donde la republicana Guardia de Asalto asesinó a numerosos campesinos apresados.

Manuel Azaña.
Se levantó entonces una marejada de protestas, provenientes más de grupos de izquierda que de las derechas, contra lo que ha solido decirse, y el gobierno se encontró acorralado. Azaña intentó impedir una investigación oficial de los hechos, y ello empeoró su posición. El resultado final fue que Casas Viejas, solo cinco meses después de su victoria sobre Sanjurjo, hundió por completo su prestigio y la coalición republicano-socialista empezó a hacer agua: fue de mal en peor hasta que, en septiembre, el presidente Alcalá-Zamora decidió disolverla.

La historiografía no ha solido dar toda su trascendencia a las insurrecciones anarquistas, y acostumbra exagerar, en cambio, la del golpe de Sanjurjo, que estuvo vigilado por Azaña desde el primer momento y fue vencido enseguida, con un saldo de diez muertos, casi todos rebeldes, para gran ventaja política del gobierno. El constante hostigamiento ácrata, por el contrario, creó una impresión de inestabilidad profunda del régimen, acentuada por las disputas y la demagogia de los políticos. Contra una impresión difundida, no fue la derecha la causante de la caída de Azaña, sino la agitación de la CNT, combinada con la reacción visceral del gobierno y las disputas y rivalidades en el seno de éste.

Tuvo otro efecto importante la represión de Casas Viejas: aumentó el odio de la CNT hacia los socialistas y azañistas, odio mutuo, por cierto, y extendido también a los nacionalistas catalanes, cuya complacencia inicial con los asesinatos anarquistas se había transformado en una represión que no dudaba en utilizar métodos ilegales y, a su vez, asesinatos. Por esa razón, la mayoría de los anarquistas no participó en la insurrección del 34 en la mayor parte de España. No obstante, sí lo hizo en Asturias, aunque con muchos roces y desacuerdos con el PSOE. Sin duda, esta abstención contribuyó a facilitar la tarea al gobierno legítimo, presidido entonces por Lerroux.

La razón profunda de la actitud anarquista se encuentra, como la del PSOE y el PCE, en sus principios doctrinales. Al revés que los marxistas, los ácratas rechazaban una dictadura del proletariado, o algo por el estilo, que permitiese la transición al comunismo. A su juicio, todo poder era malo, y la dictadura del proletariado o cualquier otro régimen intermedio no haría sino prolongar la existencia del poder. Por consiguiente, se oponían a todos ellos, por más que la lógica de su teoría conducía a imponer las concepciones anarquistas, algo imposible si no conseguían a su vez un poder absoluto.

No hace falta mucha perspicacia para entender por qué la historiografía de izquierdas ha minimizado el alcance de las acciones anarquistas: porque, presionada por el peligro que todas las izquierdas corrieron durante la guerra civil ante el avance de Franco sobre Madrid, la CNT-FAI abandonó sus ideas, antes irreductibles, para integrarse en un gobierno común de izquierdas, entrando de hecho, aun si no de derecho, en el Frente Popular. Juan Simeón Vidarte lamentaría hipócritamente la represión de la intentona anarquista del Alto Llobregat, en particular la deportación de Durruti y Ascaso con este asombroso análisis: "¿Hay alguien capaz de pensar que estos hombres, que habían de dar, pocos años más tarde, su vida en defensa de la República, eran enemigos de ella?". El grado de disparate alcanza la comicidad, si olvidamos otras realidades trágicas. Los anarquistas determinaron la ruina de Azaña en 1933, y su papel como destructores de la república solo fue inferior al del PSOE y los gobiernos de Azaña y Casares Quiroga después de las no democráticas elecciones de 1936. Y jamás murió ningún anarquista defendiendo a aquel régimen, como tampoco luchó por él Vidarte, uno de los jefes de la insurrección de octubre, que dejó malherida a la república, y luego del proceso revolucionario que siguió a las elecciones de febrero del 36.

Se ve que la palabra república tiene para ellos un significado tan ancho como el de democracia para Stalin.

Pío Moa

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