Yo a veces, no siempre, cuando necesito que el amor me acompañe, me ato al cuello una cadena fina, casi invisible, de la que cuelga un pequeño crucifijo. Me lo regaló mi madre un verano sombrío, de mucho sol y poca luz, cuando, por un olvido de la suerte, me sentí desvalida y desnortada. Tiene el brillo, muy rojo, de una herida. También me pongo a veces, cuando siento que está, pero me falta, una medalla de oro de mi padre, de ésas grandes y antiguas, que él nunca, ni en el sueño, se quitaba.
Un crucifijo es algo que se asume, y entonces se despliega como un dulce abanico, y se lleva en el alma a todas partes, o simplemente ilustra la inocencia, el dolor de los hombres, la condición humana. Para algunos, los más en nuestra tierra, es una compasión, una esperanza. Para los menos, que también existen, y creen fervientemente en una ceja, supongo que no pasa de ser un mal recuerdo de que somos de barro, y que Dios nos proteja.
Hay símbolos perversos, pero el de Cristo, tan humilde y ancho, tan abierto de brazos y palabra, cabe en cualquier doctrina, sirve a cualquier belleza, y ha hecho, del sinsentido de la vida, una razón tan clara como el agua. Hay quien quiere llevárselo al trastero. Es posible que intuyan, como dice Ferlosio, que mientras Dios no cambie, nada cambia. Y me temo que saben lo que hacen quitando el crucifijo de las aulas.
Laura Campmany
www.abc.es
2 comentários:
Gran artículo
Off topic: en la lista de enlaces, creo quedaría bien "Maremagnum de quisicosillas", magnífico blog.
Saludos.
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