Para la posteridad, la Revolución Rumana estalló el 16 de diciembre de 1989 en Timisoara. ¿El motivo inmediato? El intento del régimen de Nicolae Ceaucescu de desterrar de su parroquia a uno de sus más activos disidentes, Laszlo Tokes, por entonces pastor de la Iglesia Reformada. Sin embargo, antes de recordar sus vivencias de aquellos días, insiste en empezar a hablar por los antecedentes. “Porque -dice- pareció como un éxito repentino contra el régimen. Pero no lo era”.
Porque su conflicto con el más atroz -que ya es decir- de los regímenes comunistas que asolaron Europa del Este venía de lejos. Desde que fue ordenado pastor. Cuando ejercía su ministerio en la ciudad de Dej -al noroeste del país-, creyó que era posible mejorar la precaria situación de su Iglesia. Un problema constante entonces era la penuria de misales y de biblias. “Cuando las páginas se despegaban, las gente las ataba con cuerdas y los volvía a usar”.
Dentro de la interminable lista de prohibiciones del régimen figuraba la impresión de libros religiosos porque, según Tokes, “era la única manera de controlar a las Iglesias. Ceaucescu -prosigue- engañó a Occidente haciendo creer que era un buen gobernante que permitía la libertad religiosa”. Occidente picó en el anzuelo y durante años Ceaucescu y señora fueron recibidos en las capitales europeas con todos los honores. Madrid, dicho sea de paso, no fue una excepción.
Al borde del exterminio
Una de sus engañifas consistió en autorizar la entrada de 10.000 biblias en Rumanía. “Las mandó a una triuradora donde fueron transformadas en papel higiénico, que hoy se exhiben en el Museo de la Biblia de Amsterdam”. Tokes califica esa situación de “vergonzosa” y de “humillante”, y no solo por Ceaucescu, también por la cobardía de su jerarquía.
De ahí que se pusiera manos a la obra. Escribió cartas a todos los pastores de su diócesis sobre todo tipo de asuntos. Hasta que su reputación llegó a los oídos de la temible Securitate -la policía política-, que forzó su traslado, ilegal, a un pueblo recóndito de Transilvania. Tokes se negó y fue cesado por su propia Iglesia. La repercusión internacional de su caso empañó la imagen internacional de Rumanía, así que se le reintegró y en 1986 fue destinado a Timisoara.
En marzo de 1988, Ceaucescu lanzó, so pretexto de eficacia agrícola, un plan de “sistematización” del campo que, en palabras de Tokes,”significaba la destrucción de 7.000 pueblos, con consecuencias sociales incalculables como el exterminio de los dos millones de rumanos de origen húngaro que viven en Transilvania o la posibilidad de destruir iglesias. Sin ilusión, volví a protestar y la cólera de la Securitate volvió a abatirse sobre mí”.
Nuevo destierro ilegal a un lugar aislado. Nueva negativa suya. “Estaba preparado para lo peor”, afirma. Sin embargo, esta vez la suerte estuvo de su lado porque estamos a mediados de diciembre de 1989 y hacía un mes que había caído el Muro de Berlín, llevándose por delante a la práctica totalidad de los regímenes comunistas de Europa Central y Oriental, salvo Rumanía. Se predecía el efecto dominó, si bien faltaba la mecha que significaría el inicio del fin de Ceaucescu.
Un muro virtual
En su sermón del día 10, Tokes, a sabiendas de que su expulsión era inminente, hizo una llamada a sus fieles para que acudieran cinco días más tarde delante de su casa y que “fueran testigos pacíficos de lo que iba a ocurrir. Según se iban”, prosigue, “me pregunté cuantos vendrían porque el despotismo de Ceaucescu era más duro que nunca”. Vaya si fueron. Y se quedaron. “No tenía ninguna intención de derribar al régimen ni de propulsar una revolución. Era imposible”.
No obstante, la maquinaria ya estaba lanzada. Timisoara era ya un clamor. Sigue su relato: “El 16, parte de la multitud me pedía que liderara una protesta en el centro de la ciudad. Me negué porque era pastor y no político. En segundo lugar, había agentes de la Securitate entre los asistentes. Por último, temía que algunos individuos provocaran a la mayoría, generando una situación incontrolable que el régimen hubiera utilizado en su favor, culpando de los disturbios a la minoría húngara”.
No fue obedecido: la multitud se dirigió al centro de la ciudad, donde el Ejército había levantado barricadas. Se quedaron unos pocos motando guardia. Quien no abandonó las proximidades de su casa, fueron los matones de la Securitate. “Esa noche, fui cruelmente torturado. Pensé que mi ejecución iba a ser inmediata. Junto con mi mujer embarazada, fuimos trasladados e interrogados durante varios días. Y eso que se limitaban a aplicar el decreto de mi destierro…”, comenta con sorna.
“Sabía que si Bucarest se sublevaba, estábamos salvados”. Y así fue: la revuelta se extendió como un reguero de pólvora. Bucarest se sublevó, Ceaucescu huyó el 21 -tras haber convocado una manifestación que se le volvió en su contra-, fue ejecutado el día de Navidad tras un simulacro de juicio y Rumanía, a trancas y a barrancas, se unió al club de las democracias. La victoria se había alcanzado y Tokes fue el que -de forma algo involuntaria- la puso en marcha.
Hoy, a Tokes no le importa hablar de esos acontecimientos pero no ahorra críticas ni al comunismo ni a la Europa actual por muy democrática que sea. “Dos décadas después, la victoria final de la libertad sobre el comunismo aún no ha llegado. Sigue habiendo un ‘Muro virtual’ entre las sociedades poscomunistas y Europa occidental”. ¿Por qué? “Porque los tentáculos del comunismo siguen retrotrayéndonos al sufrimiento humano”.
Lamenta que no hubiera “catarsis moral. Ni proceso de confesión creíble, ni arrepentimiento, ni perdón acompañado de remordimiento, ni cambio visible. No se restaurarán los valores morales de la sociedad hasta que no se juzgue a los culpables”. Subraya que la reponsabilidad de la anterior clase dirigente -hoy “democratizada”- es enorme: “Ellos y la Securitate salvaron su poder y durante veinte años han hecho todo lo posíble para torpedear el cambio de régimen”. Más claro, el agua.
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