La reivindicación del secuestro de los cooperantes españoles confirma la planificada escenificación con la que Al Qaeda pretende extraer el máximo rédito de su acción criminal. Como demuestran otros precedentes, varias son las fases que suelen apreciarse en este tipo de crisis, sugiriendo pautas de actuación por parte de los terroristas que deben ser valoradas con objeto de articular una eficaz gestión frente a tan sensible situación.
En una primera etapa, la violenta captura suscitó una sorpresa y una conmoción, alimentadas por la incertidumbre sobre la autoría del secuestro, que los terroristas han mantenido durante una larga semana. En este tiempo se ha especulado sobre la identidad de los responsables, el lugar en el que habrían sido escondidos los rehenes y las exigencias de los captores. Tras obtener una considerable atención mediática y después de prolongar la tensión durante este tiempo, ahora Al Qaeda ha intensificado el terror del secuestro asumiéndolo. La secuencia respetada sugiere que esta segunda fase precederá a una tercera en la que los terroristas volverán a elevar el nivel de su amenaza con sus reivindicaciones. La duración del estadio posterior, en el que se enmarcaría la finalización del secuestro, dependerá en gran medida de las motivaciones iniciales de los secuestradores.
A lo largo de este proceso el terrorista mide sus tiempos, acomodando sus necesidades de seguridad con su objetivo de manipular a diversas audiencias a las que dirige su terrorífico mensaje. El Gobierno, las familias, los medios de comunicación y la opinión pública conforman una red de actores a la que el terrorista intenta vincular entre sí, persiguiendo su sometimiento mediante tácticas con las que realzar el terrible impacto psíquico y emocional inherente a la privación de libertad de seres humanos. Por ello, desde la prudencia recomendada por el Gobierno, es preciso prever escenarios como los que los terroristas pueden contemplar en su afán por acentuar el horror de su acción.
En este sentido, resulta oportuno evaluar cuál puede ser el móvil del secuestro con el fin de perfilar una respuesta en la que, probablemente, el discurso público de las autoridades no debería variar en exceso con independencia de las motivaciones terroristas. Aunque declaraciones públicas y privadas no siempre coincidan, la posición oficial de un gobierno ante la coacción de Al Qaeda no admite margen de maniobra debido a los contraproducentes efectos que para la credibilidad del Estado puede provocar el desafío terrorista. Los esfuerzos por la compleja y humana conciliación del interés nacional y personal no deben ser ajenos a los efectos negativos que entrañan determinadas políticas ante el terrorismo. La imitación es uno de los riesgos posibles que se derivan del éxito terrorista, constatando que la seguridad futura requiere también la firmeza en el presente.
Ante la sensación de vulnerabilidad e impotencia del Estado que el terrorista busca generar, aquél debe enfatizar su capacidad y voluntad de rechazar inadmisibles extorsiones. De lo contrario, la debilidad manifestada podrá ser explotada por el terrorista en nuevos secuestros que obedezcan a una finalidad económica que permita financiar futuras acciones criminales, o al deseo de liberar activistas presos, o a la exigencia de modificación de una política y de un orden jurídico-político establecido -por ejemplo, la retirada de la presencia española en Afganistán o la recuperación de Al Andalus-, o a una intención puramente propagandística. A esta tipología ha de sumarse la hipótesis de un secuestro con una pretensión «ejemplarizante» en la que los secuestradores decidieran desde el comienzo el peor de los destinos para las víctimas con indiferencia de las reivindicaciones planteadas, consideradas por los propios terroristas como innegociables. Conviene valorar estos condicionantes para confrontar la próxima coacción de los terroristas, trasladadas quizás a través de imágenes y testimonios de los rehenes con objeto de agudizar una presión emocional que el paso del tiempo puede agravar.
La compleja problemática obliga al Gobierno a mantener una intensa atención a las familias de los secuestrados, consciente de que el terrorista pretende contraponer los intereses de ambos mediante tácticas que a menudo también involucran a medios de comunicación. En modo alguno debe aceptarse la difusión de responsabilidad y la transferencia de culpa que el terrorista desea trasladar al Gobierno mediante el secuestro de sus nacionales y a las que familiares y periodistas pueden contribuir si incurren en irresponsables pero lógicos comportamientos fruto de la coacción terrorista. Convendría pues que la actuación gubernamental examinara la coordinación de procedimientos con periodistas que deben ejercer su función social con ejemplar responsabilidad cuando está en peligro la vida de varios ciudadanos. El poder de la información se acrecienta en contextos en los que el criminal recurre a una táctica como el secuestro definida por su búsqueda de publicidad, requiriendo en consecuencia una gestión apropiada de quienes también están en el foco de los terroristas. Los medios de comunicación son inevitablemente un canal a través del cual el terrorista plantea sus exigencias y su intimidación, reclamándose por parte de aquellos una madurez que evite facilitar al terrorista instrumentos con los que ejercer con mayor eficacia su amenaza sobre las víctimas directas -los rehenes- e indirectas -la sociedad en su conjunto-.
Mientras el secuestrador se afana en generar contradicciones entre las voluntades de quienes son objetivo de su violencia, el Gobierno no debe renunciar al intento de ganar las voluntades de audiencias que prestan al terrorista su apoyo activo y/o pasivo. La diplomacia privada y pública del Gobierno es especialmente necesaria en una crisis que exige la cooperación de diversos estados y servicios de inteligencia con capacidad de influencia en la zona. A este respecto, si obligada es la prudencia desde nuestros medios al informar sobre el secuestro, también lo es la tarea de lograr que influyentes medios en el mundo musulmán presenten este hecho como lo que realmente es: la injustificable y repugnante violación de los derechos humanos de personas privadas de libertad cuando generosamente dedicaban sus recursos y energías a ayudar a desfavorecidos musulmanes. El correcto encuadre del secuestro por parte de significativos medios en el ámbito musulmán puede coadyuvar a contrarrestar parte del daño anhelado por los terroristas.
La implicación de Al Qaeda aporta al secuestro una dimensión con relevantes consecuencias para la credibilidad de la banda y de los países por ella amenazados. En estas circunstancias, la liberación de los rehenes contra la voluntad de los secuestradores, aunque compleja, debe guiar la estrategia gubernamental. Experiencias previas revelan que los contactos establecidos con los terroristas a través de intermediarios han servido precisamente para la localización de aquéllos ofreciendo oportunidades para el rescate de los rehenes sin contraprestaciones.
En un secuestro de estas características el éxito o el fracaso de su gestión se miden por los logros y costes implícitos al resultado final, pero también por la percepción de la determinación de Gobierno y terroristas. La inevitable incapacidad del Estado para proteger a todos sus ciudadanos no equivale a un triunfo para el grupo criminal, pero una errónea gestión del secuestro puede destacar sus vulnerabilidades. Por tanto, si el chantaje terrorista es amplificado y erróneamente interpretado por actores democráticos que pueden terminar actuando como altavoces de los secuestradores, se contribuirá a presentar esta acción criminal como una engañosa muestra de la capacidad de Al Qaeda para doblegar a un Estado democrático. El reto colectivo consiste en hacer todo lo humana y políticamente posible para salvar las vidas de nuestros compatriotas impidiendo al mismo tiempo la magnificación y legitimación de este grupo terrorista.
ROGELIO ALONSO, Profesor de Ciencia Política. Universidad Rey Juan Carlos
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