Aunque la relatividad sea el punto de apoyo sobre el que se sostiene el universo (la relatividad y no el relativismo: Dios no juega a los dados y a la ruleta -rusa- todavía menos) lo que resulta incuestionable, según Einstein, es que una teoría es sospechosa hasta que no se demuestre que es incierta. Muchos años después, el novelista Michael Crichton que estás en los cielos, formularía la sentencia de un modo más agreste en una incendiaria diatriba contra los profetas del calentamiento: «El consenso científico es el último refugio de los sinvergüenzas», afirmó, utilizando al doctor Johnson como ariete. Claro que, comparado con Al Gore, esa lumbrera del mesianismo posmoderno, Einstein era un pigmeo y Crichton, por su parte, un miserable escritorzuelo. El pelanas jurásico y el listillo de la pelambrera. De la duda metódica al negacionismo por sistema.
Por mucho que varíe el decorado, por distintos que sean el escenario y el elenco, todas las religiones seculares reiteran, «ad nauseam», un argumento idéntico. Que acabe siendo una descomunal tragedia, una comedia bufa o un vulgar sainete, sólo depende de las circunstancias y de los intereses que haya de por medio. Para tejer la trama basta con un culpable, un inocente, un paraíso y un infierno. Cuando un ídolo cae, otro ocupa su puesto. El marxismo hace mutis por el foro entre el insomne griterío de los muertos y el ecologismo se encarama al altar de las ofrendas. La lucha de clases se ha convertido en una guerra entre el capitalismo carroñero y la supervivencia del planeta. La dictadura de la corrección política sustituye a la del proletariado con dimensiones ecuménicas. Y el colmo de la dicha es que el Apocalipsis -que ha sido avalado por la ciencia y no por un apóstol tremendista y agorero- se redime al contado en el presente. Si el problema es unánime, también ha de serlo la respuesta. La Cumbre del Clima que se ha iniciado en Copenhague permitirá que recobremos el aliento e incluso una pizca de pureza. Todavía es posible evitar que nuestros nietos se torren en pleno invierno y que tengan que entrar en el apartamentito de La Manga con un equipo de buceo.
Con independencia de que haya razones objetivas que avalen que es un hecho cabal y fehaciente, el calentamiento global se ha transformado en un dogma de fe y en un negocio gigantesco. Los correos interceptados en la universidad de East Anglia son la demostración de que a determinados climatólogos la verdad les importa menos que el dinero. A los encumbrados capitostes que, a base de vender humo, pretenden redimirnos de las calamidades venideras, les parecerá grotesco que alguien se escandalice porque los datos se falseen. Es natural, puesto que, fin de cuentas, su especialidad, justamente, es amañar las cuentas. Sin embargo, a la comunidad científica le han atizado allí donde más duele. Bien es verdad que el calentón climático disfruta de la complicidad pasmada de los medios y casi nadie se arriesga a que le tachen de «negacionista» contumaz o de intolerable escéptico. Sin discrepancia no hay conocimiento y sin inquisidores no hay herejes. Galileo era un «negacionista» y se fue a casa caliente.
«Negacionismo», horrenda palabreja. Quizá sepan, no obstante, que la primera ley dictada a beneficio de La Madre Tierra la impulsó el III Reich en los años treinta. La historia es un pañuelo.
Tomás Cuesta
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