Ya saben todos Ustedes que una de las herencias pesadas que les dejamos nosotros los españoles a los latinoamericanos es nuestra puñetera manía de la impuntualidad. Ni Carlos I de España y V de Alemania, ni su hijo Felipe II, con todo su rigor extremo en tantas cosas, lograron generar cierto respeto por el horario establecido y pactado previamente entre nosotros. Esta especie de relajación ya no es exclusivamente española y latina. Conozco a nietos de Junckers prusianos, aquellos hidalgos de las tierras más orientales de la antigua Alemania que llegan a las citas con media hora de retraso y sin el menor remordimiento. Sus abuelos quizás no los hubieran fusilado por ello, pero les habrían retirado la palabra durante décadas y quizás también la herencia. Pero les voy a hablar de un caso muy peculiar que nos afecta a todos. Porque todos hicimos alarde de grosería, zafiedad y mal comportamiento el pasado domingo, por delegación en ese presidente del Gobierno que una mayoría de todos Ustedes votó de nuevo para el cargo el año pasado a pesar de ser hoy probablemente el mayor fiasco de liderazgo en Europa y sin duda el dirigente que más daño en menos tiempo ha hecho en tiempos de paz en este continente desde que la memoria nos responde. El pasado domingo, el comienzo del acto inaugural de la Cumbre Iberoamericana en Estoril estaba previsto a las ocho de la tarde.
Lo dicho, ya sabemos que algunos de nuestros hermanos latinoamericanos tienen nuestros genes de impuntualidad. Varios llegaron diez minutos tarde. Alguno incluso alcanzó a abusar de ese cuarto de hora que se dice de cortesía por cuestiones de tráfico, que no tiene ninguna excusa cuando los que han de moverse son personas con escoltas, policía de tráfico abriendo paso y muchas veces calles cerradas para evitar contratiempos. La cosa es que a las ocho y cuarto estaba toda la Cumbre Iberoamericana reunida y sólo faltaba una delegación. Esa delegación era la española. El Rey estaba perfectamente preparado y esperando a la delegación una hora antes. Y fue cogiendo un muy considerable cabreo cuando comprobó que el tiempo se echaba encima y que no había noticia de la delegación gubernamental que preside, como no puede ser de otra manera, el presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero. Éste no es nieto de un Juncker prusiano, sino de un abuelo franquista y otro que, por haber participado en la represión de la revolución de Asturias, se equivocó de lado a la hora de decidirse con quién estar en los primeros días del levantamiento franquista. Se entregó al bando de Franco en León cuando podía haberse ido libre y directamente a las filas republicanas. Pensaba que estaba más seguro con los alzados en armas. No fue así y lo ejecutaron. Lo que no quiere decir en absoluto que no hubiera corrido la misma suerte en el otro bando. En todo caso, ni su abuelo franquista, del que nunca habla y que era quien le compraba las chuches de pequeño, ni el capitán Lozano, el abuelo del que presume y nunca conoció, le pudieron enseñar puntualidad y respeto a su propio cargo y a las instituciones democráticas. Ni siquiera al Rey. Porque el Rey no puede llegar a un acto antes que su primer ministro. Y por eso, cuando todos los puntuales e impuntuales latinoamericanos y los anfitriones portugueses estaban hartos de esperar y el Rey de España con un enfado monumental, se supo cuál era la razón de tan dolorosa espera.
El señor Rodríguez Zapatero había dicho a su corte que él no se movía hacia la inauguración de la cumbre hasta que se pitara el final del partido entre el Barcelona Club de Fútbol y el Real Madrid que se estaba retransmitiendo en esos momentos. El Rey le estuvo esperando tres cuartos de hora y los otros participantes un poco más. Nadie sospecha que si hubieran estado presentes el dictador de Cuba o el caudillo de Venezuela, ambos ausentes, hubiera llegado antes Zapatero. Fue sencillamente la gesta de un culé.
Hermann Tertsch
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