El comandante en jefe se presentó en Oslo con las estrellas de cinco puntas prendidas bajo la pechera del frac. Como aquel Arafat que compareció en la ONU con una rama de olivo en una mano y una metralleta en la otra, Obama fue a recoger el Nobel de la Paz con dos guerras cargadas en su equipaje y el interruptor rojo de la bomba atómica en el attaché de mano. Y cuando los arúspices del buenismo acaso esperaban que se pusiese a tocar la lira del apaciguamiento y a entonar la palinodia pacifista, se descolgó con un discurso inflexible y sin excusas: no hay paz posible con los enemigos de la libertad, no hay libertad en la que quepan los enemigos de la paz.
Con su defensa kennedyana de la guerra justa -sin torturas, bajo la Convención de Ginebra y «con las menos víctimas civiles posibles»-, el presidente americano ha cogido a los incondicionales del pacifismo de salón con el pie cambiado. En vez de pedir perdón, anunciar la retirada incondicional de Irak y tender los brazos a la Alianza de Civilizaciones para hacerse acreedor a las zalameras mercedes del Nobel, Obama asume sin conflicto la contradicción de recibir el Premio con trescientos mil soldados desplegados en Oriente y un Guantánamo por cerrar. Sabiéndose concernido por una responsabilidad de Estado y un liderazgo moral, reclama al mundo libre más soldados en Afganistán, afirma la doctrina de vigilancia democrática y comunica su determinación de victoria. «Nuestra creencia de que la paz es necesaria no es suficiente para lograrla»; «la guerra tiene un papel en la preservación de la paz»; «los que violen las reglas rendirán cuentas»: el romano Vegecio -si vis pacem, para bellum- no pudo soñar nunca una actualización más diáfana.
Conviene aclarar que, para los Estados Unidos, la guerra justa es aquella que protege sus intereses nacionales, identificados sin complejos con los del mundo libre y democrático. Obama no es en ese sentido un líder disolvente dispuesto a renunciar a la hegemonía mundial, y su discurso compromete a quienes, como Zapatero, pretenden interpretar a su conveniencia de parte la diplomacia multilateralista de la Casa Blanca. Obama llama guerra a la guerra y sacrificio al sacrificio; no le tiembla el pulso para usar la fuerza y su ética de la responsabilidad está lejos de las políticas indoloras y lenitivas de cierta izquierda europea. Sus reglas de juego son precisas, y Gobiernos como el de España, tan rendido al nuevo liderazgo estadounidense, se van a tener que dejar la cintura en las piruetas retóricas destinadas a complacerlo. Emplazado a implicarse en el infierno afgano, el zapaterismo se las a va ver y desear ante la opinión pública para transformar la melodía sedante del antibelicismo en la severa, antipática cadencia del tambor de la guerra que toca sin remordimientos ni culpa su recién adoptado paladín planetario.
Ignacio Camacho
www.abc.es
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