terça-feira, 26 de janeiro de 2010

El chiste del dentista

Sucede algo raro en el aparato de la seguridad del Estado cuando un director general de la Policía utiliza teléfonos con tarjeta de prepago. Evidentemente anónimos y desechables, como los que el malayo marbellí Roca empleaba para gestionar sus operaciones urbanísticas: solía llevar siete u ocho, uno por mangazo, que portaba en una bolsa de Vuitton. Por una de esas líneas que nunca se usan para asuntos transparentes, al parecer vinculada al entonces responsable policial de Interior, circularon las conversaciones del chivatazo del bar Faisán, cuyo itinerario aparece rastreado en la compleja investigación que anduvo por las mesas de los jueces Marlaska y Del Olmo antes de recaer, no se sabe muy bien cómo ni por qué, en la de Baltasar Garzón. En esa opaca trama de telefonazos clandestinos desfilan terroristas, intermediarios y altos mandos oficiales enfrascados en el malogrado proceso de negociaciones con ETA, unidos todos ellos por el hilo de Ariadna de un registro digital de llamadas inconfesables que puede convertirse en una bomba de racimo política lista para detonar bajo los sillones del Gobierno. Pero el hombre que tiene el detonador en sus manos, el magistrado Garzón, se sienta a su vez sobre una butaca inestable a punto de transformarse en el incómodo asiento del banquillo de acusados.

De este modo, y por razones que quizá no quepa del todo atribuir al azar, la justicia y el poder en España se tienen mutuamente cogidos «por do más pecado había», amenazándose con hacerse daño como en el chiste del dentista, aquel al que el paciente agarraba los testículos cuando lo veía venir con el torno en ristre y las intenciones protervas de sir Lawrence Oliver ante Dustin Hoffman en «Marathon man». Si Garzón comprime su mano procesal, Rubalcaba y Zapatero van a tener un doloroso problema. Y si el Supremo aprieta las tuercas al juez y lo encausa por prevaricación en el asunto de los crímenes franquistas -aquel esperpéntico expediente en el que su señoría pidió el certificado de defunción del dictador-, será el magistrado quien se vea frente a una delicada tesitura para su nunca bastante prometedora carrera.

Así las cosas, parecen haberse producido ciertas subterfugiales maniobras gubernativas y casuales ofertas de promoción profesional a algunos ropones con capacidad de tomar decisiones comprometidas. Bicocas y canonjías a cambio de sacar sus manos de esos sumarios tan calientes que desprenden un fuerte olor a chamusquina. Dulces tentaciones en medio de un juego siniestro que, pese a todo, manifiestan la sofisticada evolución de las presiones políticas; en otro tiempo le metían a la gente un caballo degollado en la cama. Produce un gran alivio comprobar que ahora estamos entre caballeros que sólo son capaces de pasarse la independencia judicial por el mismo sitio en que se sienten agarrados por ella.

Ignacio Camacho

www.abc.es

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