sexta-feira, 20 de novembro de 2009

1947: el Imperio Británico estira la pata

Clement Attlee.
El 1 de enero de 1947 el Gobierno británico nacionalizó el carbón, las minas... y a los mineros. Un mal comienzo para un país que en ese año no dio pie con bola. Lo de las minas fue un pecado que tardaría casi cuatro décadas y miles de huelgas en corregirse, pero era el signo de los tiempos. Sólo unos meses antes el Gobierno laborista de Clement Attlee, una auténtica calamidad de hombre que fijó con hormigón armado los cimientos de la decadencia británica, había nacionalizado el Banco de Inglaterra.

Con Attlee o sin él (más bien sin él), aquel año no sólo decaía el Reino Unido, sino el este de Europa en pleno, que fue, país a país, como un dominó, entregándose a Stalin. Los comunistas se hicieron con el poder en Polonia a finales de enero, en una caricatura de elecciones que sólo contaron con la concurrencia de un partido, el comunista que apadrinaba el Kremlin con tanques, soldados a manta y un rosario de correccionales políticos para los que llevaban la contraria.

En agosto le tocó el turno a Hungría, donde se siguió un método más refinado que el polaco. En 1945 un mariscal soviético tocayo de Attlee, Kliment Voroshilov, obligó al primer Gobierno húngaro de posguerra a incluir en el gabinete a un comunista, para que desempeñara el cargo de ministro de Interior. Después todo fue coser y cantar. El propio de Voroshilov, un tal Laszlo Rajk, comunista de raza que había luchado en la Guerra de España, se encargó de acabar con la oposición con paciencia y buena letra. A unos los amenazó, a otros los invitó a irse y a los más renuentes a agachar la cerviz ante los amos soviéticos los asesinó sin más.

Como Moscú no pagaba traidores, concluida la faena Stalin ordenó ejecutar a Rajk, tras acusarle de ser un espía del mariscal Tito. Entre tanto, Hungría se la quedó Matyas Rakosi, un matarife estalinista que pronto se ganó, con total merecimiento, el mote de el Asesino Calvo.

Polonia y Hungría pusieron a los norteamericanos sobre aviso de que la cosa iba en serio, y en la Casa Blanca tomaron medidas para frenar la marea roja que amenazaba con inundar toda Europa. A instancias del presidente Truman, la emisora Voice of America comenzó a emitir en todo el bloque oriental, incluyendo la URSS en perfecto y académico ruso. Los soviéticos, habituados a llevar siempre la voz cantante en cuestiones de propaganda, interfirieron la señal: visto que no valía para nada, vigilaron mejor a sus súbditos, para que no escuchasen bajo ningún concepto los programas del Satán capitalista que se colaban por los receptores.

Lo segundo fue proclamar al mundo la llamada Doctrina Truman, por la que EEUU decidió asumir el papel de líder del mundo libre y paladín de la democracia. Anunciada tarde y mal, la Doctrina Truman consiguió librar a Grecia y a Turquía de las cadenas, pero fue incapaz de impedir que China y sus entonces 500 millones de habitantes se convirtiesen en un famélico satélite de Moscú.

La Doctrina Truman, ideada por George Marshall, que conocía al enemigo mucho mejor que el presidente norteamericano, marcó el inicio de la Guerra Fría. Desde ese momento los Estados Unidos tomaron conciencia de sus recién adquiridos dominios y se mostraron dispuestos, de mejor o peor gana, a defenderlos.

En 1947 nació el Plan Marshall, como paliativo económico para evitar que la devastada Europa Occidental se echase en manos de los charlatanes comunistas, que en los años 40 eran unos cuantos, especialmente en las universidades. Sólo un mes después se fundó la CIA, una agencia estatal de espías que, precisamente por ser estatal, ha funcionado siempre muy mal, aunque las películas se empeñen en lo contrario.

Mientras los yanquis organizaban por dentro su imperio, los que se quedaban sin el suyo eran sus primos ingleses. Lo cierto es que, a esas alturas, ya no podían permitírselo. Gran Bretaña era en 1947 un país empobrecido, endeudado hasta las cejas por los empréstitos de guerra e incapaz de mantener su hegemonía no ya en el mundo, siquiera en Europa. Los británicos, que, a diferencia de los franceses, son gente juiciosa y con los pies en la tierra, lo entendieron a la primera y fueron deshaciéndose del pesado fardo colonial.

La joya de la Corona era la India, conocida entonces como el Raj, soberbio dominio imperial que abarcaba lo que hoy es Pakistán, Bangladesh, Sri Lanka, Birmania y, naturalmente, la propia India. Habían tratado en tiempos mejores de echarse al coleto Afganistán, pero les había salido mal. La India, a diferencia de Gran Bretaña, no era un reino sino un imperio, en cuya cabeza se situaba el rey de Inglaterra, transformado en emperador que delegaba sus funciones sobre el terreno en un virrey, habitualmente un lord que vivía, literalmente, como un pachá durante su mandato.

El imperio indio tenía 89 años de edad, una nimiedad al lado de, por ejemplo, el virreinato de Nueva España, que duró casi tres siglos –hasta que al cura Hidalgo le dio por enredar–. La primera emperatriz fue la reina Victoria; el último emperador, su biznieto Jorge VI, segundón, tartamudo y fumador empedernido, vicio que le condujo directo a la tumba a la edad de 56 años: un rey, en definitiva, ideal para perder un imperio.

Nehru y Gandhi.
La guerra mundial había revuelto los dominios que el Reino Unido tenía diseminados por todo el mundo. Aislada y bombardeada la metrópoli por los alemanes, las colonias aprendieron a vivir solas. La India, que era la más grande, estaba en el punto de mira de los japoneses: avanzaron desde Indochina y Birmania, pero se les acabó la gasolina a las mismas puertas del subcontinente. Ghandi, uno de los artífices de la independencia, intuyó que no se volvería a presentar una oportunidad semejante y llamó a la desobediencia civil y pacífica contra los ingleses.

La llamada del Matahma tuvo un gran eco internacional. Los aliados impusieron a Inglaterra la obligación de conceder la independencia a la India una vez terminada la contienda. Y así fue. El omnipresente Attlee envió a Delhi al último virrey, un aristócrata progre que se llamaba Lord Mountbatten, para que viese el modo de inventarse un país que no había existido jamás. Mountbatten cortó por lo sano y no se inventó uno, sino dos: uno para los hindúes y otro para los musulmanes: así minimizaba el riesgo de que unos y otros llegasen a las manos en cuanto zarpase la última fragata inglesa del puerto de Bombay.

La proclamación habría de ser en la medianoche del 15 de agosto, pero como caía en viernes los pakistaníes la reclamaron un día antes. Luego vendrían los problemas, pero Mountbatten ya no se hizo cargo de ellos: volvió a Inglaterra y continuó su brillante carrera militar hasta que, en 1979, una bomba que el IRA había colocado en su yate le segó la vida mientras pescaba langostas en Irlanda.

El 30 de diciembre, muy lejos de la India, en el Palacio Real de Bucarest, Gheorghe Gheorghiu-Dej, líder del Partido Comunista de Rumanía, le ponía una pistola en la sien al rey Miguel para que se largase y le dejase libre la poltrona. Miguel, ante argumentos de tal calibre, abdicó y dejó el país. Rumanía, como todos sus vecinos, se sumergía así en una pesadilla que habría de durar 40 años.

Fernando Díaz Villanueva

http://historia.libertaddigital.com

Nenhum comentário:

 
Locations of visitors to this page