segunda-feira, 30 de novembro de 2009

Afganistán y el orden mundial

La petición de tropas adicionales realizada por el comandante de Estados Unidos en Afganistán, el general Stanley McChrystal, le plantea al presidente Obama crueles dilemas. Si rechaza la recomendación y el argumento de que sus fuerzas son insuficientes, a Obama se le culpará de las consecuencias. Si sigue la recomendación, sus adversarios pueden llegar a describir el conflicto, al menos en parte, como la guerra de Obama. Si llega a un arreglo intermedio, puede que se quede sin el pan y sin la torta: demasiado poco para avanzar, demasiado para acallar la controversia.

Ésta es la inevitable angustia de la presidencia, por la que Obama merece el respeto de todas las partes implicadas en el debate. El deseo de transparencia me empuja a declarar desde el principio que me inclino por satisfacer la petición del comandante y modificar la estrategia. Pero también espero que el debate que se avecina no siga la lamentable trayectoria que ha caracterizado las anteriores controversias sobre guerras contra enemigos que empleaban tácticas de guerrilla, especialmente sobre Vietnam e Irak.

Cada una de esas guerras empezó contando con un apoyo generalizado por parte de los ciudadanos. Cada una de ellas alcanzó un punto muerto, debido en parte a que la estrategia de las guerrillas generalmente tiene por objetivo el agotamiento psicológico. El punto muerto desencadenó un debate sobre la posibilidad de ganar la guerra. Un porcentaje significativo de la población se sentía cada vez más desencantado y comenzó a poner en entredicho la base moral del conflicto. Inexorablemente, se empezó a reclamar una estrategia de salida que hacía hincapié en la salida y no en la estrategia.

Reclamar una estrategia de salida es, cómo no, un eufemismo para referirse a la retirada, y una retirada que no va acompañada de la voluntad de atenerse a las consecuencias equivale a un abandono. En Vietnam, el Congreso puso fin a la intervención estadounidense después de que las tropas llevasen, de hecho, dos años replegadas. Queda por ver hasta qué punto los logros del aumento de tropas en Irak se sostendrán allí desde el punto de vista político.

La estrategia dominante en Afganistán se basa en la clásica doctrina contra la insurrección: construir un gobierno central, hacer que se comprometa a mejorar las condiciones de vida de su pueblo, y luego proteger a la población hasta que las fuerzas del gobierno sean capaces, con la preparación que les proporcionemos, de hacerse cargo de la situación. La petición de más fuerzas que ha realizado el general McChrystal deja claro que sus actuales fuerzas son insuficientes para esta misión, lo que plantea tres opciones: continuar con el actual despliegue o reducirlo y abandonar la estrategia de McChrystal; mantener el actual despliegue con una nueva estrategia; aumentar el actual despliegue con una estrategia centrada en la seguridad de la población.

No aumentar el actual número de tropas supone, como mínimo, abandonar la estrategia propuesta por McChrystal y respaldada por el general Petraeus; se interpretaría como el primer paso hacia la retirada. La segunda opción (ofrecida como una alternativa) reduciría la misión actual al centrarse en la lucha antiterrorista más que en la lucha contra la insurrección. El argumento sería que el objetivo estadounidense en Afganistán es evitar que el país se convierta en un cuartel general del terrorismo internacional.

Cuando el presidente Obama era candidato, proclamó que la guerra de Afganistán era una guerra necesaria. Como presidente, ha mostrado una considerable valentía al hacer realidad su promesa de reforzar nuestra presencia en Afganistán e implicarnos más en la guerra. Un cambio de rumbo repentino de la política estadounidense afectaría gravemente a la estabilidad nacional de Pakistán al liberar a las fuerzas de Al Qaida desplegadas en la frontera afgana para que realicen incursiones aún más profundas en Pakistán, lo cual amenazaría con provocar el caos en el país. En la India, plantearía dudas respecto a la firmeza de Washington, ya que este país sería el blanco probable si un fracaso en Afganistán diese aún más empuje a la yihad. En resumen, el cambio de rumbo en un proceso puesto en marcha por dos administraciones con visiones radicales podría conducir al caos. Las perspectivas del orden mundial se verán afectadas.

Ninguna fuerza extranjera ha logrado pacificar todo el país desde la invasión de los mongoles. Afganistán ha estado gobernado, en el mejor de los casos, por una coalición de dirigentes semifeudales. En el pasado, cualquier intento de dotar al Gobierno de una autoridad primordial se ha topado con la resistencia de dirigentes locales. Es probable que ése sea el destino de cualquier Gobierno de Kabul. Sería una ironía que, por seguir al pie de la letra el manual contra la insurgencia, generásemos otro motivo para una guerra civil. ¿Puede construirse una sociedad a escala nacional en un país que no es ni una nación ni un Estado?

Al mismo tiempo, hace falta una iniciativa diplomática seria para abordar la principal anomalía de la guerra afgana. En todas las anteriores campañas estadounidenses, no había otra posibilidad que la de que Estados Unidos dirigiese la operación. La peculiaridad de Afganistán es que tiene vecinos poderosos: Pakistán, India, China, Rusia e Irán. Cada uno de ellos está amenazado de una u otra forma y, en muchos sentidos, más que nosotros por la creación de un cuartel general para el terrorismo internacional: Pakistán, por Al Qaida; India, por la yihad y por grupos terroristas concretos; China, por los yihadistas chiíes de Xinyiang; Rusia, por los disturbios en el sur musulmán; y hasta Irán, por los talibanes suníes fundamentalistas. Cada uno tiene una capacidad considerable de defender sus intereses. Cada uno ha optado, hasta ahora, por mantenerse distante.

La cumbre de países vecinos, junto a los aliados de la OTAN, propuesta por el secretario de Estado podría servir para empezar a abordar esta anomalía. Debería buscar un compromiso internacional para conseguir un Afganistán no terrorista en el que se cumpla la ley, del mismo modo que los países quedaban neutralizados por los acuerdos internacionales cuando Europa dominaba los asuntos mundiales. Si no es posible lograr esa cooperación, puede que EE.UU. no tenga otra alternativa que reorientar sus operaciones en Afganistán hacia objetivos relacionados con las amenazas para su propia seguridad. Entonces no lo haría como una renuncia, sino como un cálculo estratégico. Pero es prematuro llegar a esa conclusión con los indicios actuales.

En el futuro inmediato, es esencial evitar otra dolorosa división nacional y reconducir el inevitable debate respetando su complejidad y las duras decisiones a las que se enfrenta nuestro país.

Henry A. Kissinger
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