sábado, 21 de novembro de 2009

La Iglesia y los artistas: una sola alma

El encuentro entre Benedicto XVI y los artistas, en la Capilla Sixtina, evoca aquel otro que, promovido por Pablo VI, en mayo de 1964, tuvo lugar en ese mismo recinto. Hoy, veintiuno de noviembre, han sido convocados representantes de los variados géneros que dan cauce al flujo impetuoso del alma humana cuando ésta, incontinente, se proyecta al exterior valiéndose de cánones atípicos, que le sirven de vehículo para verter afuera, en multitud de formas, el venero existencial que la colma y aun desborda: pintura, escultura, arquitectura, poesía, literatura, música, canto, danza, teatro, cine y fotografía.

En la alocución de Pablo VI a los artistas, reunidos hace cuarenta y cinco años en el cenáculo erigido por Sixto IV, se calificó a la constitución Sacrosanctum Concilium, promulgada por el Concilio Vaticano II, de «pacto de reconciliación» entre la Iglesia y los artistas; una alianza que, rubricada por la primera en el mismo instante de la aprobación del documento sobre la sagrada liturgia, se esperaba que fuese formalmente suscrita por los segundos. «¿Hacemos las paces? ¿hoy? ¿aquí? ¿queréis volver a ser amigos?», preguntó el obispo de Roma a los circunstantes, teniendo en la mente lo que dice el mencionado texto conciliar: la Iglesia ha sido siempre amiga de las bellas artes.

Emanada igualmente del referido sínodo ecuménico, la constitución Gaudium et Spes reconoce cuán importantes son la literatura y el arte, pues expresan la naturaleza propia del ser humano, contribuyen a que éste dilate el conocimiento de sí mismo y de los demás, lo ayudan a superar las vicisitudes de la cotidianidad, le muestran las alegrías y las miserias que alientan o menoscaban el impulso vital de sus contemporáneos y le proporcionan una idea cabal de cuáles son los recursos con que cuenta realmente para la prosecución de un futuro mejor. Por todo ello, y porque los artistas logran elevar la vida humana por encima de su planicie, los católicos han de esforzarse en comprender a los artistas.

Por si no quedara suficientemente claro, los padres conciliares, en el mensaje dirigido a la humanidad, antes de clausurar la magna asamblea, robustecieron lo dicho sobre los artistas con unas sentidas palabras de admiración y afecto, a la par que formulaban una interrogación, una constatación y una súplica: «¿Sois nuestros amigos? La Iglesia está aliada desde hace tiempo con vosotros ¡No dejéis que se rompa una alianza fecunda!». Y concluían: «La Iglesia, por nuestra voz, os dirige, en este día, un mensaje de amistad».

Entre los firmantes de ese saludo, así como de las susodichas constituciones, se hallaba Karol Józef Wojtyla, quien, elegido, años después, para el sumo pontificado, en abril de 1999 se dirigió a los artistas siguiendo la estela dejada por Pablo VI y el Concilio Vaticano II; esta vez por medio de una carta, en la que manifestaba su voluntad de «contribuir a reanudar una más provechosa cooperación entre el arte y la Iglesia», y definía lo que ésta esperaba de los artistas en esa alianza de la que se venía hablando desde hacía treinta y cinco años, a saber, que, remontándose por encima de las prestaciones meramente funcionales, se adentrasen con intuición creativa en el misterio del Dios encarnado y, al mismo tiempo, en el misterio del hombre.

Al leer estas palabras, y traer a la memoria los nombres de afamados artistas actuales, adscritos a cada una de las modalidades arriba enunciadas, uno se pregunta si cabe algún tipo de interlocución que no sea el consueto parloteo acerca de las fallidas relaciones entre la Iglesia y la cultura; pero, en el arte, al igual que en otras expresiones insignes del espíritu humano, es preciso alzarse por encima de las corruptelas o de las derivaciones impropias, que lo afean, desvirtúan y son atribuibles únicamente al modo de ser de cada individuo en particular, y seguir la recomendación del Concilio Vaticano II, que pide un poco de esfuerzo en la búsqueda de vías que permitan asomarse al interior de cada artista y saber qué es lo que le pasa con la Iglesia, qué ha sucedido para que ésta, teniéndolos por amigos, lleve cuarenta y cinco años tratando de hacer las paces con todos ellos.

Pero comprender no significa necesariamente conceder, y los desaguisados han venido, en buena parte, de las reticencias, por parte de la Iglesia, a financiar y asumir proyectos artísticos que no se ajustaban al fin religioso para el que estaban previstos. Abades, deanes, priores y párrocos, a los que, especialmente en España, corresponde gestionar un rico e ingente patrimonio, conocen bien esas lides, en las que, cuando la administración pública se mete por medio, aquéllos suelen llevar las de perder frente a las exigencias de los artistas, pues, eso sí, la alianza entre éstos -los áulicos, se entiende- y el Estado es, a día de hoy, firme y, aunque existan desencuentros ocasionales, se las promete duradera. De ahí que el tradicional patrocinio y fomento de las artes por parte de la Iglesia se ejerza actualmente en lugares de recorrido histórico aún corto y oratorios privados o semipúblicos, en donde se pueda dar rienda suelta a la inspiración, por un lado, y satisfacer las expectativas de los usufructuarios, por otro, que es, al fin y al cabo, como se procedió, hace siglos, en la Capilla Sixtina.

Sin embargo, esto pertenece al orden del funcionamiento, y, cuando se han dado las circunstancias adecuadas y ha prevalecido el sentido común, las dificultades prácticas se han resuelto por las buenas, y sería injusto no dejar también constancia de que han existido acciones conjuntas entre la Iglesia, el Estado de las Autonomías y los artistas, que no merecen otro calificativo que el de modélicas.

Ahora bien, lo que sucede es que, tanto a los artistas como a los católicos, los anima una sola y misma alma, ante la cual aparecen, como universos junto a universos -y muchas veces en tensión dramática-, fondo y forma, espíritu y materia, ideal y concreción, libertad y norma, numen y canon, siendo la forma, la materia, la concreción, la norma y el canon, realidades que, aunque tangibles, traslucen otras de orden superior: belleza, verdad, bondad. Y devienen, por ello, intangibles. Y son defendidas con vehemencia. Y quienes se desposan con ellas acaban por sentir celos de cuantos las pretenden con semejante ardor. Y así se explica que las relaciones entre la Iglesia y los artistas sean las que son, con el agravante, además, de que los respectivos puntos de vista sobre los principios morales son, en ciertos casos y en determinadas materias, absolutamente divergentes.

Es preciso reconocer, con todo, que la Iglesia y los artistas han recorrido juntos un largo camino, alentados por un dinamismo común que los ha impulsado hacia lo más elevado y, a la vez, hacia lo más profundo, aunque no siempre hayan logrado responder adecuadamente a esa vocación, siendo sus imperfecciones, cuando se han dado, hirientes, pero siempre cabe el arreglo, y, para la repararlas, están previstos, tanto en una como en otros, los arrepentimientos. Considerando, pues, esa trayectoria compartida, Benedicto XVI ha querido reunir hoy, en la Capilla Sixtina, a los actuales representantes de las bellas artes con el fin de transmitirles, al igual que sus predecesores, una palabra de afecto en nombre de la Iglesia, que los tiene por amigos, y esto en el más puro sentido horaciano del término: son parte de su alma.

Jorge Juan Fernández Sangrador

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