sexta-feira, 27 de novembro de 2009

Nadie por encima de la Ley

Presiones a tope contra el TC. Por supuesto, los nacionalistas de todos los partidos: unos por «ius sanguinis» y muchos por «ius soli», incluidos los que llegan tarde, como Montilla y buena parte del PSC. Los de siempre exageran cada día un poco más: «independencia», «autodeterminación», por supuesto «nación», ya no son patrimonio de radicales y extremistas, sino lenguaje al uso en los partidos burgueses que presumen de moderados. Zapatero y los suyos hablan claro: «España no puede negar la decisión de los catalanes», dijo Rubalcaba; luego matizó, pero nunca se arrepintió. El presidente, por si acaso, anticipa su plan B. Una sentencia «desfavorable» también tiene ventajas partidistas: rebaja las ínfulas del PSC; tranquiliza a las regiones socialistas y españolistas, víctimas del modelo de financiación privilegiada; sobre todo, traslada las culpas a la España eterna, insensible ante la sedicente pluralidad de naciones. Léase: el PP contra Cataluña, según la ministra de Defensa... Última novedad: editorial conjunto bajo el manto de una ofensa imaginaria a la «dignidad» de Cataluña. Excesos retóricos aquí y allá: «hartazgo», «maniobras», «cirugías de hierro»...Vendaval con aires de Fronda, así como una apelación hipócrita al consenso constitucional. «Pacta sunt servanda», dicen. Pero los pactos son nulos cuando son contrarios a la ley. En este caso, a la Ley de Leyes surgida de la voluntad soberana del pueblo español, titular único del poder constituyente. El TC está llamado a determinar si existe una contradicción que resulta evidente desde la perspectiva del sentido común. Todos nos jugamos mucho, al margen de manipulaciones interesadas.

Primero, decir la verdad: en esta Constitución sólo cabe una nación que se llama España, integrada por nacionalidades y regiones en calidad de partes constitutivas. Tampoco son aceptables las normas del Estatuto sobre bilateralidad, financiación y lengua. Son muy discutibles los derechos «seudofundamentales» y la nueva rapiña competencial. Dejo para otro día una cuestión decisiva. Constitucional no significa bueno, justo y oportuno. Planea sobre el debate social una suerte de dogma de fe que santifica cualquier transferencia de poder a las comunidades autónomas. Así, hemos creado un monstruo político -copio al clásico Puffendorf- que siempre lleva razón: controla, distribuye, subvenciona (a los amigos), excluye (a los discrepantes)... Es cierto, sin embargo, que esta falacia universal es ajena a las competencias del TC, atado por su condición de intérprete supremo y ajeno a consideraciones de oportunidad política... Así debería ser, al menos. Volvamos al problema eterno, penitencia colectiva para todos los españoles. Las naciones y no los Estados son el ámbito natural de las emociones colectivas. Admitida su existencia, la quiebra de los lazos afectivos es cuestión de tiempo y la ruptura formal es posible -incluso probable- en un contexto histórico propicio. Quiero decir que la cualidad de nación aplicada a Cataluña produce los mismos efectos ya sea en el preámbulo o en el texto propiamente normativo. No hay que dejarse engañar por una literatura estéril sobre nación «política» y «cultural». Además, quedan referencias inequívocas incluso tras el paso del proyecto por las Cortes Generales: bandera, fiesta e himno son símbolos «nacionales» de Cataluña.

El texto difumina la distinción entre Constitución y Estatuto, es decir, entre soberanía y autonomía, hasta hacerla irreconocible. Si me permiten acudir al gran Carnelutti, en referencia a los convenios colectivos, estamos ante una norma con «cuerpo» de ley orgánica y «alma» de Constitución. Por fortuna, el constituyente fue muy exigente a la hora de preservar el núcleo duro frente a los oportunismos coyunturales. Por tanto, el socialismo posmoderno y sus socios ocasionales dan un rodeo por territorios de tránsito más sencillo, a saber, la vía espuria de la Constitución degradada. Como si Kelsen o el juez Marshall no hubieran existido nunca, como si Enterría no hubiera escrito La Constitución como norma. Así, vuelan trozos de soberanía semántica y conceptual... Por eso, contra el parecer de nuestros colegas catalanes en su editorial conjunto, la dignidad que debemos preservar -ellos y nosotros- es la dignidad de la Constitución, letra muerta si se convierte en pura retórica sin contenido normativo. Así lo aprendimos de la generación de nuestros maestros en el Derecho público; también los amigos catalanes, por supuesto. Sin ir más lejos, el mismo Zapatero: dicen que fue alumno aplicado en León; ahora podría preguntar a Rubio Llorente... ¿Qué tal si hablamos de derechos históricos? Resulta que una fórmula posibilista con un destinatario concreto, el País Vasco, pretende ser emulada por todos. El rancio historicismo que se desprende de ciertas declaraciones del Estatuto catalán (y de los demás, me temo, ya aprobados o en proyecto) produce malestar a quienes estamos educados por fortuna en el respeto a la Ilustración, a la razón práctica kantiana y a la teoría genuina del estado constitucional. Es triste pensar que la izquierda asume los anhelos románticos del Espíritu del Pueblo al servicio de una comunidad orgánica y a veces mística. Ver para creer.

Por lo demás, el privilegio territorial es incompatible con la ideología (supuestamente) socialista, porque supone a medio o incluso a corto plazo la quiebra de la sociedad del bienestar. Bajando a la tierra, crea un problema irresoluble para mantener al nivel actual a una clientela mimada generosamente en las regiones que actúan como «granero» de votos. Es evidente que los reinos de taifas son un desastre para la eficacia y la eficiencia en políticas generales (como educación o sanidad) o sectoriales (así, suelo y ordenación del territorio). Por ello, la nefasta doctrina del Estado residual que se desprende del Estatuto conduce a ese extraño modelo «confederal» que nadie sabe decir en qué consiste. Acaso porque nos equivocamos de estantería: para entender algo, hay que rebuscar en la sección de Derecho Internacional. ¿Ese era el objetivo? En tal caso, no pueden contar con la aquiescencia del TC. Una institución, por cierto, que se juega literalmente su futuro. Está claro: si hay varios poderes originarios (por ejemplo, «España y Cataluña»), el arbitraje entre ellos requiere un órgano de características sustancialmente distintas al actual. Ya no habrá lugar para los juristas de reconocido prestigio y serán llamados al cargo ciertos políticos veteranos con fama de amigables componedores. Con el tiempo, las instituciones fallidas se aparcan en el museo de la arqueología constitucional...

Ojalá el Tribunal esté a la altura de sus responsabilidades. Si dicta la sentencia que debe ser, poco importa el griterío coyuntural. En caso contrario, no debemos jugar alegremente con el catastrofismo. España sigue ahí y no procede escribir una nueva historia al gusto de las élites de uno u otro signo. Unos quieren ganar la Guerra Civil con carácter retroactivo. Esta vez se trata de cambiar el signo de la Guerra de Sucesión. En el fondo, hay mucho de revancha del austracismo frente a los decretos de nueva planta. Menos mal que muchos, la inmensa mayoría, preferimos todavía salvar la letra y el espíritu de la Transición democrática.

Benigno Pendás - Profesor de Historia de las Ideas Políticas

www.abc.es

Nenhum comentário:

 
Locations of visitors to this page