sábado, 21 de novembro de 2009

Raíces cristianas de la economía de libre mercado

Decía Rothbard, en su enorme Historia del pensamiento económico, que la mayoría de los textos sobre teoría económica comienzan con Adam Smith, como si con anterioridad al escocés sólo hubiese el vacío. No en vano el autor de La riqueza de las naciones es considerado casi universalmente "el padre de la ciencia económica".

Normal, que Rothbard protestara. Incluso sin necesidad de escarbar en las bibliotecas, encontramos que el Ensayo sobre la naturaleza del comercio en general, del gran Richard Cantillon, es superior en muchos sentidos (especialmente el monetario) al célebre libro de Smith. Ambicioso, Rothbard no se conformó con remontarse a Cantillon y avanzó un poquito más atrás: "Todo comenzó con los griegos, como de costumbre", afirmó en el primer volumen de su referida obra.

Y si bien todo comenzó con los griegos, no fueron ellos quienes elevaron el saber económico a cotas que en muchos sentidos no se superaron hasta bien entrado el s. XIX. Tal y como cada vez más economistas han ido reconociendo (Joseph Schumpeter, Marjorie Grice-Hutchinson, Raymond de Roover, Friedrich Hayek o el propio Murray Rothbard), la sistematización del pensamiento económico es obra de la escolástica medieval; más en concreto, de la escolástica española del Siglo de Oro.

Durante años el público de habla inglesa –y en buena medida el de habla hispana– tuvo sin embargo vedado el acceso a todas estas revisiones de la historiografía oficial. Si bien Schumpeter es el primero en incidir en la importancia de la escolástica, apenas le dedica 60 páginas de las más de 1.200 que componen su Historia del análisis económico. Los libros de Grice-Hutchinson (The School of Salamanca) y Raymond de Roover (Business, Banking, and Economic Thought) estuvieron durante mucho tiempo descatalogados (el primero ha sido felizmente reeditado por el Mises Institute, pero el segundo sigue siendo difícil de encontrar –y caro–), y el editor de la versión original de la Historia del pensamiento económico de Rothbard, que contiene alrededor de 100 páginas sobre la materia, no volvía a darla a la imprenta.

Estos obstáculos para acceder a las aportaciones del pensamiento escolástico se vieron en buena medida mitigados por el magnífico trabajo de investigación y compilación que realizó Alejandro Chafuen en 1986: "Christians for Freedom: Last-Scholastics Economics", que encontró una primera traducción al español en 1991. Tras muchos años durmiendo el sueño de los justos, la editorial El Buey Mudo ha tenido el acierto de reeditarlo en nuestro idioma –bajo el título de "Raíces cristianas de la economía del libre mercado"más o menos por las mismas fechas en que el Instituto Juan de Mariana y el Mises Institute celebraban en Salamanca el 400 aniversario de la publicación de la gran obra de Juan de Mariana: el "Tratado sobre la moneda de vellón".

A lo largo de casi 300 páginas, el presidente de la Atlas Foundation repasa con claridad, orden y rigor las ideas económicas de gran parte de la escolástica italiana y española para demostrar que, en contra de lo que muchos pudieran pensar, no se trata de breves comentarios marginales que brillaron por la ausencia de competencia durante el Oscurantismo, sino de sólidas y consistentes reflexiones que en muchos casos superan a las de Adam Smith. Veamos un ejemplo.

Smith, confundido por lo que se vino a conocer como la paradoja del agua y los diamantes, no entendía por qué, si el agua era más útil que los diamantes, el precio de estos últimos era superior. Incapaz de dar con una solución, claudicó y concluyó que el precio no podía depender de la utilidad de los bienes, sino de su coste de producción: "El precio real de todo bien, lo que todo bien cuesta realmente a quien desea adquirirlo, es la fatiga y la molestia de adquirirlo". De esta manera, el escocés sentó las bases para una teoría del valor trabajo que proseguirían David Ricardo y, finalmente, Karl Marx, con sus supercherías sobre la explotación capitalista.

El pensamiento escolástico, que precedió a Smith y que éste no supo aprovechar por completo, no cayó en semejante error: San Bernardino de Siena había resuelto la paradoja del valor 300 años antes:
Comúnmente el agua abunda, pero puede suceder que en alguna montaña o en otro lugar, la misma sea escasa y no abunde, por lo que será estimada más que el oro; y es que es por esta abundancia del agua por lo que los hombres estiman más el oro que el agua.
En esta misma línea, Luis Saravia de la Calle también cargó preventivamente contra el error smithiano de creer que el precio procedía de los costes:
Los que miden el justo precio de las cosas según el trabajo, costas y peligros del que trata o hace la mercadería yerran mucho; porque el justo precio nace de la abundancia o falta de mercaderías, de mercaderes y dineros, y no de las costas, trabajos y peligros.
Más allá de la teoría del valor y de los precios, los escolásticos hicieron progresar la ciencia económica en ámbitos como el dinero, la banca, el comercio internacional, la competencia, los salarios o la tributación, exhibiendo en casi todos los casos un escrupuloso respeto por la propiedad privada y la libre empresa.

Así, por ejemplo, Martín de Azpilcueta, Doctor Navarro, es considerado el primero en la historia en formular la célebre (y por otro lado no enteramente correcta) teoría cuantitativa del dinero, que se ha convertido hoy en piedra angular de casi toda la teoría monetaria:
En las tierras do ay gran falta de dinero, todas las otras cosas vendibles, y aun las manos y trabajos de los hombres se dan por menos dinero que do ay abundancia de él.
Pero fue Juan de Mariana quien más se acercó a una concepción subjetiva del dinero y sentó las bases para el subsiguiente desarrollo de la teoría cualitativa del dinero:
Las mercadurías se encarecerán todas en breve en la misma proporción en que la moneda baja.
Y como adelantándose al remedio suicida que los gobiernos suelen aplicar contra la inflación: los controles de precios, Mariana advertía:
Querrá el rey remediar el daño con poner tasa á todo, y será enconar la llaga, porque la gente no querrá vender alzado el comercio, y por la carestía dicha gente y el reino se empobrecerá.
Pese a la prohibición canónica de la usura, numerosos escolásticos trataron de justificar la existencia del tipo de interés y la legitimidad de la actividad bancaria. Así, Felipe de la Cruz critica el concepto aristotélico de la esterilidad del dinero:
Aunque es tan común el dezir: que el dinero no fructifica, ni causa dinero, pienso que los que así lo han dicho, se an ido tras el corriente y modo de hablar, sin penetrar, ni reparar en tal máxima. Porque aunque el dinero de suyo no fructifica, lo hace ayudado de la industria.
Por su parte, Domingo de Soto defendía la actividad de los cambistas de esta manera:
Si un mercader deposita en el cambio dinero contante, a causa de ello el cambista responde con una cantidad mayor (…) porque es una buena ganancia para el cambista tener dinero contante. Tampoco en ello se encuentra vicio alguno.
En cuanto al comercio exterior, los escoláticos se mostraron unos decididos entusiastas de la división del trabajo (Mariana se preguntaba: "¿Cuántos obreros son necesarios para la importación y la exportación de mercancías, el cultivo de los campos, el plantío de los árboles, la conducción de las aguas, la canalización de los ríos, el riego de los campos, la construcción de los puertos...?") y de los intercambios internacionales. Cristóbal de Villalón considera provechoso que una república se comunique con otras "en aquellas buenas cosas de que son abundantes en particular", y Mariana advierte contra los aranceles y las restricciones al comercio:
Se han de facilitar, ya por mar, ya por tierra, la importación y la exportación de los artículos necesarios para que pueda trocarse sin grandes esfuerzos lo que en unas naciones sobra con lo que en otras falta.
Por lo que se refiere a los salarios, como para cualquier otro precio, establecieron que su justicia dependía de que fueran libremente negociados por las partes, incluso aunque de la negociación surgiera un monto insuficiente para el sustento del trabajador. Afirmaba Luis de Molina:
Cuando descubren que por tal salario se contrataron libremente, no se ha de estimar injusto en relación con el cargo u oficio asumido, aunque se dé alguno para quien dicho salario no es suficiente para su sustento, bien porque quiere vivir más desahogadamente o con más familia.
Ahora bien, que los escolásticos favorecieran los salarios libremente pactados entre las partes no significa que fueran unos entusiastas de cualquier tipo de beneficio empresarial. Sólo aquel que resultara de la libre competencia podía reputarse legítimo. Mariana, en unas palabras que bien podrían aplicarse a los numerosos sectores subvencionados y rescatados durante la crisis, denunciaba:
Los que viendo arruinada su hacienda se adhieren a la magistratura como el náufrago a la roca, y pretenden salir de sus apuros a costa del estado, hombres los más perniciosos, todos estos han de ser rechazados, evitados con el mayor cuidado.
También Francisco García protestaba contra los empresarios privilegiados:
Tienen un gran engaño en esta parte los negociantes y mercaderes, pareciéndoles que vendiendo sus mercaderías, tienen derecho de siempre ganar y nunca perder, y así quieren siempre venderla con ganancia.
Tal era la aceptación escolástica de la ganancia justamente adquirida, que diversos autores, como Conradus Summenhart y Martín de Azpilcueta, defendieron la ganancia derivada de actividades que reputaban pecaminosas, como la prostitución:
Pecan por prostituirse, pero no por recibir remuneración.
Los escolásticos también exigieron una limitación a la voracidad fiscal del Estado. Fernández de Navarrete sostenía que la pobreza nacía de los altos impuestos; y, como anticipando la Curva de Laffer, advertía: "El que pide cantidades grandes, viene a recibir de pocos".

Sin duda, el más radical de todos los escolásticos fue el propio Mariana: el príncipe debía fijarse por objetivo dar lugar a una buena administración, y procurar que, "eliminados todos los gastos superfluos, sean moderados los tributos", ya que "no puede el rey gastar la hacienda que le da el reino con la libertad que el particular los frutos de su viña". De hecho, para Mariana el pago de impuestos debe tener un carácter voluntario: "Si el rey no es señor de los bienes particulares, no los podrá tomar todos ni parte de ellos sino por voluntad de cuyo son"; y quienes suben los impuestos sin el consentimiento del pueblo deben ser reputados tiranos, que pueden ser derrocados por cualquier particular: haciendo suyas las palabras de Felipe Comines, concluye:
No hay rey ni señor en la tierra que tenga poder sobre su estado de imponer un maravedí sobre sus vasallos sin consentimiento de la voluntad de lo que lo deben pagar sino tiranía y violencia.
Todo este apasionante relato, del que sólo hemos entresacado algunas perlas, está a disposición del lector en el interesantísimo libro de Alejandro Chafuen. Encontrará el comienzo de una tradición de pensamiento que, posteriormente, y como ha documentado en extenso Gabriel Calzada, se extendería por Italia (Davanzati y Galliani), Francia (Condillac, Turgot, Say o Bastiat), Alemania (Hufeland, Knies, Herman o Roscher) y, finalmente, Austria, con Carl Menger, el auténtico padre de la ciencia económica moderna y fundador de la Escuela Austriaca de economía…


ALEJANDRO A. CHAFUEN: RAÍCES CRISTIANAS DE LA ECONOMÍA DE LIBRE MERCADO. El Buey Mudo (Madrid), 2009, 287 páginas.

Juan Ramón Rallo
http://libros.libertaddigital.com

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