quarta-feira, 11 de novembro de 2009

La cruz frente a la hoz y el martillo

Juan Pablo II y Reagan en el aeropuerto de Fairbanks (Alaska) en 1984.


Cuenta el periodista John O’Sullivan que si durante las décadas de los sesenta y setenta la Santa Sede desarrolló la llamada Ostpolitik vaticana -consistente en llegar a acuerdos con los Gobiernos de Europa oriental para salvaguardar los derechos básicos de los católicos de aquellos lares- era porque el cardenal Agostino Casaroli, futuro secretario de Estado de Juan Pablo II, había llegado a la conclusión de que Europa Oriental estaba destinada a seguir siendo comunista durante un tiempo indefinido.

Sin embargo, al ser elegido Papa, Juan Pablo II llegó a Roma con la experiencia de haber vivido el comunismo desde dentro, de ahí que conociera de primera mano su cada vez mayor fragilidad. Y, sin trastocar el edificio de la Ostpolitik, decidió que era el momento de plantar directamente cara al comunismo. Para ello, diseñó una estrategia que constaba de dos pilares.

El primero era nada más y nada menos que utilizar toda la fuerza espiritual que le otorgaba su doble condición de Papa y de polaco. El segundo buscar un aliado sólido que compartiera el mismo objetivo y que aportase todos los medios políticos y económicos pues, como recuerda a ALBA el vaticanista italiano Andrea Tornielli, “la Iglesia católica y el Papa pueden tener un papel importante en la escena política internacional si su objetivo es compartido por una de las potencias del momento: para la caída del comunismo, la potencia era Estados Unidos”.

Polonia, objetivo prioritario

Juan Pablo II no perdió el tiempo. En junio de 1979 -apenas ocho meses después de su llegada al Trono de Pedro- emprendía viaje a su tierra natal. Evitando, con habilidad, un estéril enfrentamiento directo con las autoridades polacas, prefirió lanzar su contundente mensaje durante sus homilías y en sus discursos.

En la retina de muchos aún permanecen grabadas las palabras que pronunció en Gniezno con constantes referencias a las raíces espirituales de Polonia, sin olvidar mencionar conceptos como el libre intercambio de información. “De ese viaje surge el sindicato Solidaridad” , afirma a Intereconomía TV el cardenal Achille Silvestrini, uno de sus más estrechos colaboradores en asuntos diplomáticos.

En octubre del mismo año, durante su visita a la Asamblea General de las Naciones Unidas, también lanzó un mensaje inequívoco al bloque comunista. Con la misma sutileza dialéctica que en Polonia pero con la misma carga de profundidad, dijo que “es cuestión de máxima importancia que en la vida social interna, lo mismo que en la internacional, todos los hombres de cada nación y país, en cualquier clase de régimen y sistema político, puedan gozar de una efectiva plenitud de derechos“.

Y tanto: tras este discurso, el Partido Comunista de la Unión Soviética redactó un documento titulado “Decisión de actuar contra las políticas del Vaticano en relación con los Estados socialistas”.

Una prueba del interés que el Papa tenía por este desafío viene dada por el arzobispo checo Jan Bukovswki -que fue traductor de la Secretaría de Estado- en un libro de memorias recientemente publicado en Italia. Escribe: “El Papa se informaba directamente acerca de nosotros y nos invitaba a menudo a comer y a cenar”. Y cuenta una anécdota muy significativa. Durante una breve conversación, le cogió de sorpresa con una pregunta inesperada: si creía que se conseguiría vencer al comunismo. Contestó que “pronto, no”‘. Años más tarde, cuando era Nuncio en Rumanía y ya había caído el Muro, el Papa le recibió en audiencia y esta vez le preguntó si se esperaba a que el comunismo se hubiera desmoronado tan rápidamente. Le contestó que no. El Pontífice le replicó que él tampoco.

Juan Pablo II y Reagan se conocieron en junio de 1982. A raíz de ese encuentro se intensificó la colaboración entre la Santa Sede y Estados Unidos. Pero había empezado antes. Y el motivo fue, por supuesto, Polonia. En diciembre de 1981, el general Wojciech Jaruzelski decretó el estado de guerra. Reagan llamó al Papa para pedir consejo. El esfuerzo conjunto para mantener viva la llama del heroico sindicato empezó ahí.

Durante una visita a Roma -se producirían doce en total- del general y diplomático Vernon Walters se decidió que el Gobierno polaco debía ser sometido a presión económica y moral y que los soviéticos debían padecer una campaña de aislamiento internacional. Reagan decretó una serie de sanciones contra Polonia. Llegados a este punto conviene aportar algunas precisiones sobre la naturaleza de la relación entre la Santa Sede y Estados Unidos, entre Juan Pablo II y Reagan. “Es ciertamente importante en todos los asuntos internacionales”, añade Silvestrini, “pero no hubo identificación entre la Santa Sede y Estados Unidos, sino colaboración sobre objetivos como la defensa de la libertad, los derechos humanos y la situación de la Unión Soviética”.

Durante los casi ocho años que Solidaridad estuvo ilegalizada, fue necesario un gran esfuerzo de imaginación por parte de la Santa Sede, de Estados Unidos, de organizaciones civiles del Occidente democrático e incluso de particulares para conseguir que la estructura del sindicato pudiera mantenerse. La movilización fue extraordinaria. Cuenta Carl Bernstein -uno de los periodistas que desveló el escándalo del Watergate y biógrafo del Papa polaco- en un artículo publicado por Time en 1992 que “toneladas de equipamiento (…) entraron por contrabando en Polonia a través de canales controlados por sacerdotes, agentes norteamericanos y representantes de sindicatos europeos”.

Siempre según Bernstein, el dinero para el sindicato procedía de los fondos de la CIA, del National Endowment for Democracy y de cuentas secretas del Vaticano.

La victoria final

Se dieron también circunstancias y coincidencias que facilitaron la empresa. Por ejemplo, los principales colaboradores de Reagan -el ya citado Walters, William Casey, Richard Allen, Joe Clark, Alexander Haig y el embajador Wilson- eran católicos. Hubo, sin embargo, que superar un pequeño escollo. La Conferencia Episcopal Norteamericana se oponía firmemente al proyecto de escudo antimisiles -popularmente conocido como ‘guerra de las galaxias’- promovido por Reagan. Pero, convencido de las buenas intenciones del inquilino de la Casa Blanca, Juan Pablo II, según O’Sullivan, “tras uno de sus encuentros con Reagan, no hizo ningún comentario desfavorable” para con el proyecto, “ni ofreció ningún apoyo a las ulteriores críticas al mismo” formuladas por los obispos norteamericanos. “Reagan tenía en mente la guerra de las galaxias mientras que en la cabeza de Juan Pablo II rondaba el conflicto moral”, recalca Silvestrini.

El tiempo transcurría y el sistema comunista se iba debilitando paulatinamente, con Mijail Gorbachov de notario. La victoria parecía al alcance. En febrero de 1987, el gobierno comunista polaco accedió a dialogar con la Iglesia, por lo que Reagan levantó las sanciones.

Meses más tarde, Juan Pablo II, en su tercer viaje a Polonia, ya no dudó en alabar públicamente a Solidaridad. En julio de 1988, Gorbachov reconoció que el Gobierno polaco precisaba del concurso de Solidaridad para gobernar. A principios de 1989, se legalizó Solidaridad y se convocaron elecciones libres para el mes de junio. Cinco meses después, caía el Muro de Berlín.

Juan Pablo II dijo siempre que cayó por sí solo.

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