quinta-feira, 12 de novembro de 2009

La principal oposición al franquismo

La única oposición al franquismo que abarcó toda la vida del régimen, desde el principio al final, fue la del Partido Comunista. Solo en los últimos siete años de Franco salieron a la palestra la ETA y diversos grupos maoístas, muy activos pero muy pequeños. De los socialistas podría decirse lo del epigrama inglés: "La Cámara de los Lores durante la guerra / no hizo nada de particular / Y lo hizo realmente bien".

Al PSOE le ha ocurrido lo mismo que a los nacionalistas, que solo han funcionado en los períodos de libertades, para hundirlas en lo posible, y han permanecido pasivos en las etapas de dictadura, exceptuando parcialmente a la ETA. Al PSOE le faltaba la correa del PCE, y solo ha sabido realizar su labor explotando las libertades, que nunca contribuyeron a traer y sí a demoler.

Ya muy al final del régimen, cuando la razón indicaba que Franco tenía que morir pronto –aunque muchos no las tenían todas consigo–, se fueron incorporando a la oposición más grupos, casi todos insignificantes, y personajes también insignificantes, que solían integrarse en los tinglados manejados por el PCE en pro de las libertades, según decían.

Otro mito que debe echarse abajo es el de un Partido Comunista que se había vuelto razonable, civilizado y democrático, que con gran sacrificio había abierto caminos hacia la libertad que luego transitarían otros cómodamente. O que en el partido entraban numerosos demócratas que no encontraban otra vía para luchar contra la oprobiosa dictadura. El PCE se declaró marxista-leninista hasta bien entrada la Transición, y solo eliminó lo de leninista después, aunque nunca se supo bien qué quería decir con ello.

Tanto en tiempos de Stalin como después, la bandera de las libertades era una de las más queridas y empleadas por los comunistas, y lo que significaba en sus manos lo sabemos, y lo sabían todos los demócratas que se afiliaban a ese partido. El cambio consistió en que, cuando el maquis fue derrotado, el PCE hubo de centrar su labor en infiltrar los sindicatos, la universidad, la intelectualidad, etc., reservando la violencia abierta –partera de la historia, Marx dixit– para cuando llegase ocasión más propicia. Esta alternancia entre lucha armada y pacifismo aparente ha sido una constante en los partidos comunistas, y siempre con el objetivo de utilizar las libertades para rodearse de ingenuos o de interesados, como palanca para imponer su propia revolución, o sea, su propia dictadura. Esto lo sabíamos perfectamente cuantos militamos en ese partido, y si alguno no lo sabía se informaba rápidamente.

La táctica de la infiltración pacífica dio al PCE mejores resultados que la guerrilla del maquis, pero en ese relativo éxito desempeñó su papel un factor generalmente omitido o infravalorado en las historias del período, y es el cambio de actitud de la Iglesia católica después del Concilio Vaticano II. Fue la época del "diálogo con el marxismo", un diálogo del que los marxistas sacaron ingentes beneficios y los cristianos perjuicios no menores. Hasta entonces, la oposición de la Iglesia al comunismo había sido frontal desde la defensa de principios como el carácter sagrado de la vida humana, la propiedad privada, la familia, la oposición al totalitarismo y a la absorción de la sociedad por el estado, etc.; pero el diálogo pronto relativizó esos aspectos en función de ilusorias semejanzas entre el cristianismo y el comunismo en torno a la defensa de los pobres, los obreros y similares. En ningún régimen han sido los obreros más privados de derechos y forzados a trabajar en malas condiciones que en los sistemas de tipo soviético.

Pues bien, desde mediados de los años 60 empezó el PCE a cosechar éxitos considerables y a extender sus organizaciones, y desde 1968 ocurrió lo mismo con la ETA. Esto no podría haber pasado, o habría pasado en mucha menor medida, si la Iglesia, el sector progresista de ella, muy influyente gracias al apoyo del Vaticano, no hubiera permitido a comunistas y terroristas utilizar su infraestructura y cobertura legal. En sus locales se fundaron y a menudo funcionaron grupos de Comisiones Obreras, del Sindicato de Estudiantes, de la Asamblea de Cataluña y demás montajes. Y esa colaboración fue también activa: muchas iglesias se convirtieron en centros de agitación política, fuera por las homilías de curas progres, que por lo común terminaron colgando los hábitos, fuera por los encierros, protestas, recogidas de firmas, etc., que tenían lugar en ellas. Algunos obispos realizaron desde los templos auténticas provocaciones al régimen, cuyo beneficiario directo no fue, desde luego, la democracia, sino, una vez más, los comunistas y los terroristas.

El papel del clero nacionalista en la formación, promoción, justificación e impulso a la ETA es bien conocido en sus líneas generales, pero no ha sido estudiado en detalle. Y menos estudiado todavía ha sido el apoyo eclesial al PCE y a otros grupos por el estilo, cuando Carrillo decía que el socialismo llegará con la hoz y el martillo en una mano y la cruz en la otra.

En realidad, la principal oposición que tuvo el régimen, la que lo debilitó más desde mediados de los años 60, fue aquella parte de la Iglesia que adoptó tales posiciones y relegó a los sectores más tradicionales. Ello tuvo un efecto demoledor para el régimen porque la Iglesia, salvada del exterminio físico por el franquismo, había sido uno de los pilares esenciales de este, si no el más esencial. Y ese pilar se tambaleaba en el último decenio de vida de Franco, causando el mayor desconcierto en las filas del régimen.

La razón de este cambio de postura, inspirado por el Vaticano en tiempos de Pablo VI, es bien clara: se consideraba que el franquismo no podría durar ya mucho, y que las fuerzas progresistas del mundo harían pagar muy caro a la Iglesia su colaboración con él, arriesgando incluso una caída conjunta.

Ese cálculo eclesial fue tan oportunista como desatinado: no cosechó la más mínima gratitud de sus beneficiados, le hizo perder muchos fieles, vocaciones y religiosos, y ni siquiera puede consolarse arguyendo que así ayudó a traer la democracia, pues quienes gozaron de su generoso apoyo fueron los peores enemigos de la libertad, mucho peores que el franquismo. De este vino finalmente la democracia y no de sus enemigos, que lo eran y son también de la idea misma de España. Como sabemos, el papa Juan Pablo II cambió aquel rumbo, pero muchos males estaban ya hechos.

Este no es en absoluto un asunto menor, y, como decía, aguarda todavía al historiador que lo trate en serio. Ricardo de la Cierva ha estudiado la deriva general de la Iglesia por aquellos años –que subsiste en muchos ámbitos–, pero falta un trabajo sobre los detalles concretos de la colaboración aquí mencionada, tan importante para comprender nuestra época.

Pío Moa

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