No hace falta asomarse a los infinitos riscos de tiza terrena de Caspar David Friedrich en el Mar del Norte, en la somnolienta peninsula de Rügen, a aquellas pinturas de la emoción total del hombre ante el sinfín del mundo, ante el vacío que nuestra existencia nos sugiere, para intuir que la tragedia para el ser humano siempre es, por necesidad, fruto de la lealtad espiritual, inminente, necesaria y en tantas ocasiones bellísimamente serena. Otras, sin embargo, al final derivan en drama sin belleza alguna. Sin siquiera ese manido romanticismo. Sin más aspavientos que el cristal roto. El dolor es sólo dolor y nada puede adornarlo. Lo ha sido estos días en Haití -por Dios, en Haití-, el peor sitio para que miseria se sume al drama, a la herida abierta y a la tragedia, al pozo negro, al siniestro destino y al horror directo.
No vamos a hacer ahora disquisiciones sobre la pobreza y el dolor. Los tenemos aquí, en gran parte producidos por la arrogancia y la miseria moral de los comandantes en jefe, de los estupendos inventores de nuevas realidades sociales, de los necios de cultura de solapa, de los tristes mediocres que quieren ordenarnos tanto la vida que nos la acaban mutilando, de la prepotencia infinita de seres menores que disfrutan en el abuso del poder. Las miserias, grandes o pequeñas, públicas o privadas, nos surgen y crecen entre los dedos. Los miserables brotan por su cuenta y ocupan, con su procacidad inepta y su soltura siempre impertinente, todos los espacios del discurso y pensamiento. Mientras se lloran muertos y se despiden certezas de un mundo que ha sido mejor porque supo tenerse respeto a si mismo. En el bienestar y en la tragedia. Haiti era inevitable. El drama español no.
Hoy hay tragedias para todo el que sea capaz de sentirlas. También consuelos. Por qué no. Están realmente repartidos en el globo. Prefieres ser de Somalia o Haití, de Senegal o Pakistán. O te parece mejor ser de Hamburgo o Paris, la estación de esquí de Gstaad o las playas de Saint Tropez. Nosotros sabemos la contestación. Hay quien entiende la belleza. La serenidad que hace de nuestras vidas una calidad diferente de las tragedias sufridas por tantos y una posibilidad, tan sólo posibilidad, de generarnos una vida bella durante nuestra breve existencia y una perspectiva amplia, infinita, de gozo en otra vida que trasciende por completo a nuestra percepción humana. Pero los enemigos del sosiego, de la trascendencia en paz y del amor definitivo son muchos. Buenos, malos, tristes, fanáticos o cobardes. Y combaten todo lo que queremos y respetamos. ¿Por qué? Nadie puede explicarlo con rotundidad. No son pobres ni desahuciados. Han nacido en Kensington, barrio nada incómodo de Londres, y están en una cueva en Waziristán, sitio en el que no les recomiendo ni para tomar café. Ni para comer piedras. Han estudiado en Oxford y quieren morir matando. Los pozos del odio se abren infinitos y no sólo se alimentan del fanatismo simple y necio del islamismo o de los nacionalismos de diverso pelaje. También viven de la debilidad definitiva de aquellos que en Gstaad o Saint Tropez, en Moncloa o Doñana, no quieren saber que los problemas existen. Los parados existen, los inhabilitados existen y también están todos aquellos que han sido marginados por una política miserable, económicamente irresponsable, que sólo buscaba triunfadores entre los peores. Así, los reinos de Pajín o Aído, las tristes mentecatadas de Blanco o Salgado, de De la Vega o del propio irrisorio Gran Timonel, son una mendacidad que insulta minuto a minuto a los españoles y sus necesidades.
Hermann Tertsch
www.abc.es
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