Quiso el azar que el cineasta Eric Rohmer falleciera una semana después del cincuenta aniversario de la muerte de Albert Camus. Y al azar de la efeméride se añade cierto paralelismo moral. Noviembre del 65. Nadie había hablado tan claro desde «El hombre rebelde» en la Francia sartriana.
Entrevistado por la revista Cahiers du Cinema, mientras Mao preparaba su genocida Revolución Cultural y el Che pedía miles de vietnams, el cineasta debelaba los mitos del progresismo: «Yo no sé si soy de derechas, pero en cualquier caso, lo que es seguro es que no soy de izquierdas».
En la mejor tradición moralista, Rohmer argumentaba su declaración subversiva ante el magnetófono de Jean-Claude Biette, Jacques Bontemps y Jean-Louis Comolli: «Sí, ¿por qué tendría que ser de izquierdas? ¿Por qué motivo? ¿Qué me obliga a ello? ¡Soy libre, supongo! Sin embargo, las personas no lo son. Hoy, primero hay que hacer un acto de fe en la izquierda, después de lo cual todo está permitido». El autor de Contes moraux desmontaba el monopolio izquierdista del bien supremo: «Yo también soy partidario -¿quién no lo es?- de la paz, la libertad, la extinción de la pobreza, el respeto a las minorías. Pero no llamo a eso ser de izquierdas...» Camus había hablado del crimen ataviado con los despojos de la inocencia y Rohmer remachó la definición cuatro años antes de los tanques de Praga: «Ser de izquierdas, es aprobar la política de algunos hombres, partidos, o regímenes precisos que se denominan así, lo cual no les impide practicar, cuando les conviene, la dictadura, la mentira, la violencia, el favoritismo, el oscurantismo, el terrorismo, el militarismo, el belicismo, el racismo, el colonialismo, el genocidio».
Más que los grandes sistemas ideológicos, lo que nos modela, concluía Rohmer, es la insoportable levedad del ser: «Nada nos determina políticamente de manera profunda, ni nuestra profesión, ni siquiera nuestras creencias religiosas, o filosóficas. Lo que, a veces, nos hace pasar de un extremo al otro, es la casualidad, una lectura, una frase, una mujer, un amigo, el amor por la novedad o el sentido de la oportunidad. He visto cambiar de ideas más frecuentemente que de abrigo. Era su único lujo. Un lujo que no cuesta nada. Mientras que un abrigo...»
Al pesebrismo político engagé del Estado Cultural oponía el cineasta la independencia creadora. Cada vez que un artista se mezcla en política -lo demostró la Revolución Francesa y todas sus hijas putativas- en lugar de aportar una visión más amplia de las cosas «se encierra en la posición más intransigente, más limitada, más excesiva. Impulsa al encarcelamiento, a la masacre, a la destrucción, desconoce la indulgencia, la tolerancia, el respeto al adversario». Todavía en 2001 la visión de 1789 desde un punto de vista heterodoxo en «La inglesa y el duque» provocaría el rechazo en Cannes.
Aquellas sabias palabras vieron la luz en 1971, vertidas al español por Joaquín Jordá en Cuadernos Anagrama («Cine de poesía contra cine de prosa. Pasolini y Rohmer»). Y eran tan subversivas para la progresía del momento que el traductor añadió una nota al pie. «Antes de escandalizarse, sugiero una breve meditación sobre la justeza de las frases de Rohmer, sin perjuicio de que sus intenciones me parezcan mucho más discutibles...» Releer la entrevista es una experiencia moral.
Sergi Doria - Barcelona
www.abc.es
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