quarta-feira, 13 de janeiro de 2010

El filósofo contra el político

Al político, se contrapone el filósofo. No hay conciliación: filosofía es anti-política. En España y hoy, muy pocos atendieron a ese imperativo: eran cálidas las tentaciones, y glaciales los riesgos. De ahí viene, en buena parte, la terminal miseria del pensar español. Gustavo Bueno, que es uno de los tan pocos, de los casi ninguno, que salvan aquí la rara dignidad de ser filósofo, ha ido elevando su inexpugnable atalaya, desde la cual mirar hacia el rudo artilugio del poder, reírse de él, decir con pausado sosiego: mientes; mientes y, además, eres un perfecto imbécil. Bueno, en la plenitud de su maestría, delimita secamente los campos: saber contra estulticia. Y su último libro, El fundamentalismo democrático, cierra el diagnóstico del régimen corrupto al cual da su nombre Zapatero.

No hay capricho en esta apuesta. Ninguno está obligado a dedicar su vida a algo tan áspero como la filosofía. Pero aquel que opta por ello, no puede no saber lo que está en juego desde que un ateniense, desolado por la corrupción de su ciudad, inventara la disciplina hace dos mil quinientos años: «Tanto la letra de las leyes como las costumbres de la ciudad se iban corrompiendo hasta tal punto que yo, que al principio estaba lleno de un gran entusiasmo para trabajar en actividades públicas, al dirigir la mirada a la situación y ver que todo iba a la deriva por todas partes, acabé por marearme... Entonces decidí volverme hacia la verdadera filosofía». Platón. Carta VIIª.

La corrupción es la clave. De la política como de todo cuanto vive; esto es: muere. Cuando Aristóteles dice que la corrupción -esa peculiaridad de «los seres que, por naturaleza, nacen y perecen»- es la vida, no un accidente o irregularidad suya, todas las claves para entender la política quedan abiertas. Y eso Bueno lo recuerda frente al zapaterismo: política y corrupción son inseparables; más que en ningún otro caso en la democracia, porque el más refinado de los sistemas políticos es también el más vulnerable. Por eso, no hay democracia que pueda sobrevivir sin haber acorazado un cerco de controles judiciales y penales en torno a sus políticos.
Por eso, una casta política impune, como la española, podrá tal vez regir un sistema de tolerancia y libertad relativas. No, una democracia. En el menos ominoso de los casos, una oligarquía benévola, en la cual robo y abuso no excedan la raya del crimen. No, una democracia.

Porque la corrupción, subraya Bueno, no es sólo aquello que el código califica como delito. Ésa es su fracción ínfima. Y no, desde luego, la que mueve más dinero ni más influencias. «La corrupción delictiva, la establecida por el código penal, constituye tan sólo un caso particular (codificado y medido) de la corrupción democrática (o política) general. Hay más corrupción política en el proyecto de ley de plazos del aborto que la que pueda haber en el escándalo de financiación ilegal de un determinado partido político o en la prevaricación de un alto funcionario». E infinitamente más que en ninguna de ellas, en la estúpida lengua de trapo bajo cuya humanitaria nadería elude el político dar cuenta de lo esencial: dónde van nuestros impuestos. Es la no delictiva, la legal, la más devastadora de las corrupciones. Da ejemplos: el borrado de la división de poderes, el juez estrella, los monstruosos estipendios de políticos aún más ignorantes que gandules, el delirante «discurso de género», los estatutos de autonomía y su retórica de cartón-piedra...

¿Muere de corrupción la democracia bajo Zapatero? Cáustico, como lo exige el oficio, Bueno responde que no. «No muere. Sólo hiede». Es un consuelo.

Gabriel Albiac - Catedrático de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid

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