A primera vista, como chileno, uno pudiera pensar que el Muro de Berlín corresponde a otros, a otras historias nacionales y culturas, a otros destinos y derroteros políticos, en fin, a la vieja Europa o las superpotencias, tal vez. Sin embargo, esa valla de hormigón fue, o es, también chilena, simbólicamente hablando, se entiende. |
Cuando contemplo la antigua franja de la muerte o los escasos restos del Muro pienso también en Chile y nuestra historia y sus perspectivas. Pese a que el tiempo pasa, la frontera, construida y derribada por alemanes, guarda una porfiada relación con la política chilena, con algunos de sus sueños profundos y algunas de sus pesadillas esperpénticas, algo que hoy muchos, que demandan –y con razón– cultivar la memoria histórica nacional entre 1973 y 1989, cubren con el manto del olvido. Sin embargo, el Muro sigue allí, es nuestro fantasma, como dirían Marx y Engels, un fantasma que aún galopa por Chile, inquietando, ruborizando y enfureciendo a sus antiguos adherentes. Aunque fue alzado muy lejos de nosotros y ya desapareció, también es chileno, porque Chile fue parte de la Guerra Fría y uno de sus campos de batalla.
No puedo tolerar la declinación de responsabilidades individuales o de partidos ante esa construcción de concreto, acompañada siempre de alambradas, campos minados, gendarmes con metralletas y perros guardianes, porque fue ella la que posibilitó en última instancia la existencia del socialismo real en Europa, la proyección de una utopía y la concreción de un modelo que se tornó argumento, inspiración y aliado de un sector gravitante en nuestra sociedad. Hablo de un sector político que en 1989, cuando coincidió prácticamente el derrumbe de los socialismos reales con la derrota de Pinochet, corrió a sepultar su complicidad con el Muro pese a que su programa socialista para Chile se inspiraba en modelos que sólo florecían al amparo de ese muro y que condujeron, en tanto utopía, a nuestra peor tragedia en el siglo XX.
El Muro de Berlín es también chileno
Insisto: el Muro de Berlín fue, o es, también chileno: brindó perfil, sustento y contenido al modelo que inspiraba a sectores mayoritarios de quienes gobernaron Chile entre 1970 y 1973. Fue, sin duda, un horizonte utópico que inspiró a las fuerzas de izquierda en los sesenta y ciertas medidas de la Unidad Popular. Estas fuerzas proyectaban el socialismo real como alternativa de desarrollo que garantizaba justicia social, modernización y verdadera democracia, silenciando o justificando al mismo tiempo la represión sistemática que se ejercía allí contra la ciudadanía. En lugar de respaldar a los pueblos que vivían en el socialismo realmente existente, estos partidos simpatizaban acríticamente con los partidos comunistas en el poder. Es en este sentido que el Muro se enraíza en nuestra historia política reciente, y es chileno y a la vez espejo nuestro en tanto utopía y pesadilla. Explorar las razones del Muro incomoda a nuestra izquierda porque conduce inexorablemente a la responsabilidad moral que emana del hecho de respaldar dictaduras. Por eso, las fuerzas políticas que postulaban en los años sesenta y setenta a Alemania Oriental como modelo de desarrollo se apresuraron en sepultar ese espejo y optan por bajar el perfil al vigésimo aniversario de la caída del Muro.
Pero si se aspira a escribir una historia chilena coherente, inclusiva y con diversidad de voces, no puede olvidarse que la causa ideológica inicial para nuestra peor tragedia del siglo XX estribó precisamente en que un sector minoritario de la sociedad se propuso superar el atraso y la desigualdad basándose en un sistema que sobrevivía sólo gracias al Muro o, como en Cuba, a la insularidad, la emigración masiva de opositores y los errores cometidos por Estados Unidos ante Castro. El Muro de Berlín es un espejo que nuestra izquierda sepultó. En este sentido, a la izquierda que no criticó públicamente el Muro (como no critica hoy públicamente los 50 años del castrismo) le ocurre algo semejante que a esa derecha que jamás criticó al régimen de Augusto Pinochet. Con ello, a mi juicio, pierde la izquierda su supuesta superioridad moral frente a la derecha, a menos que se esgrima la lamentable lógica de que es condenable respaldar la represión de una dictadura contra la propia nación, mas justificable respaldar la que se ejerce contra otras naciones. Es en este nivel que se da entre simpatizantes civiles de una y otra dictadura donde se establece una simetría de responsabilidad política entre derecha e izquierda en la segunda parte del siglo XX, simetría que entorpece –por razones opuestas pero coincidentes– el examen de nuestra historia desde una perspectiva amplia y objetiva.
La vida apacible
No se vivía mal en la RDA. Por el contrario. Si uno renunciaba a la pretensión de viajar a Occidente, es decir, en muchos casos al simple deseo de alcanzar la acera opuesta de una amplia avenida dividida por el Muro, o bien disponía, como los dirigentes chilenos exiliados allí, de visado para entrar y salir libremente del país, la vida resultaba barata, simple, ventajosa. El alquiler de los sencillos departamentos no podía superar el 10% del ingreso familiar, la salud y la educación (comunista) eran gratuitas, los alimentos (sin la abundancia de Occidente) estaban subvencionados y no era caro no comprar libros (censurados), y no se pagaba impuestos. Desde luego, no se podía viajar a Occidente, y a los países socialistas sólo tras arduos trámites que podían ser rechazados, pese a que uno de los mayores anuncios lumínicos de Berlín Este, de la desaparecida línea estatal Interflug, destacaba que la capital era una "ciudad abierta" y sus aeronaves llegaban a cuatro continentes. Tampoco se podía acceder a diarios o revistas, ni a la mayoría de los libros y películas occidentales, considerados "diversionismo ideológico" por el régimen, aunque uno podía enterarse de todo cuanto ocurría al otro lado del Muro por las radioemisoras y canales de televisión occidentales, lo que iba creando en el Este una existencia esquizofrénica.
Alemania Oriental era una sociedad de nichos en donde uno se replegaba y hablaba en confianza o simplemente escuchaba o veía radio y televisión del otro lado. Los nichos los conformaban la familia o los amigos escogidos. Lo que mejor lo representaba era la datscha (pequeña quinta de fin de semana, situada en las afueras de la ciudad, que poseían individuos de la clase alta socialista), donde los privilegiados buscaban refugio y recibían a los amigos de confianza. Eran espacios reducidos en los cuales uno podía opinar con (cierta) seguridad sobre política, complicidad que sólo podía captarse si se hablaba bien el alemán, o de lo contrario nunca se alcanzaba. Sospecho que fue esto último lo que les ocurrió a muchos dirigentes nuestros. Jamás se enteraron de lo que opinaban realmente los ciudadanos reales del socialismo real, ni estaban en condiciones de leer entre líneas sus mensajes. ¿De dónde iban a obtener esa información confidencial? ¿De los apologéticos medios estatales, de los funcionarios alemanes, de la ciudadanía que los veía demasiado izquierdistas y dependientes de la solidaridad política y material del sistema? ¿O de los medios occidentales, calificados de imperialistas y revanchistas?
Creo que los chilenos que sí se daban cuenta de las aristas del mundo en que estaban eran los jóvenes que aprendieron el idioma como niños y compartieron con alemanes desde la escuela, donde no tardaban en constatar que la gran obsesión de sus compañeros educados desde la cuna en el socialismo real consistía en marcharse a Occidente. A los chilenos más maduros el golpe se lo asestaba el régimen cuando querían casarse con germano-orientales. El trámite, largo, complejo, arduo, debía ser aprobado por la policía política y no otorgaba libertad de desplazamiento al cónyuge. Es decir, el chileno podía viajar a Occidente, pero su mujer e hijos alemanes quedaban detrás del Muro. Algo, desde luego, que sorprendía a cualquier chileno de entonces. En el fondo, era una violación a los derechos individuales que a algunos compatriotas les causaba agobio o los volvía cínicos, o bien los arrastraba a un mutismo paciente o a un resentimiento políticamente incorrecto, que lo convencía de que lo mejor era irse de algún modo a Occidente.
Amigos alemanes me dejaron entrever a menudo que soñaban con viajar por unos días a Occidente, aunque fuese dejando de rehén a la mujer o los hijos. Soñaban con ver simplemente el resto de la ciudad, la catedral de Colonia, el Rin, o la otra capital alemana, para no hablar de París, Roma o Londres, que estaban a escasas horas de vuelo. Otros confesaban que les gustaría mudarse al capitalismo para siempre, y la gran mayoría evitaba el tema de la misma forma en que lo evitaban en sus textos los escritores germano-orientales. ¿Cómo era posible escribir de la RDA o hacer películas u obras de teatro sobre ella sin mencionar la palabra ni la realidad del Muro? Pero así era. El partido gobernante no aceptaba que dicha problemática se abordara. El concepto era impronunciable. El emperador andaba desnudo y nadie podía decirlo. Simplemente esa era la vida que les había tocado, y los germano-orientales la vivían con estoicismo y resignación, tratando de imprimir sentido a la existencia a través de una ideología que afirmaba que la tarea de los revolucionarios consistía en apoyar a las fuerzas progresistas del orbe (como a los chilenos del exilio y la resistencia a Pinochet), fortalecer el socialismo con el anónimo trabajo cotidiano y combatir la ideología imperialista. El futuro se reducía a un más de lo mismo.
A decir verdad, tanto en Cuba como en la RDA eso constituía una tensión insoluble para los dirigentes: los jóvenes, hartos de la vida gris y rutinaria del socialismo, lamentaban que no tuviesen la oportunidad de vivir al menos tiempos decisivos como los que habían vivido sus padres. En una crítica velada lamentaban no haber estado en "la primera hora", en el inicio de la revolución socialista, en 1959, o en los comienzos de la RDA, en 1949, cuando ambas repúblicas alemanas competían sin muro de por medio y el socialismo aún parecía capaz de desplegar fuerzas productivas competitivas frente a Occidente. En más de una de sus novelas y entrevistas la cubana Zoé Valdés habla con desagrado de los exiliados chilenos. Los critica porque llegaron con zampoñas, quena, charango y poncho al Caribe cantando loas a la revolución, ocupando los departamentos que estaban destinados a esforzados cubanos que habían realizado por años trabajo voluntario para acceder a nuevas viviendas, y luego –los chilenos, se entiende– se habían ido, sin cesar de celebrar la revolución cubana, a vivir a Suecia, Holanda o México, a vivir el capitalismo y a integrar desde allá, alegremente, los comités de solidaridad con Cuba. Valdés, que vive en París, es una de las intelectuales cubanas más críticas del castrismo, y su rechazo a los chilenos es compartido por muchos cubanos que nos vieron a los chilenos como rompehuelgas ideológicos, lo que se ve refrendado en cierta medida por nuestra conducta tránsfuga en los socialismos reales. El número de exiliados chilenos que dejó el socialismo y se reinstaló en Occidente durante la dictadura de Pinochet refuerza esa apreciación crítica de la escritora a un desplazamiento del cual yo mismo formé parte. Aclaro: no critico la fuga del socialismo a Occidente, sino el ocultamiento de las razones de esa fuga.
Hoy, entre mis amigos alemanes, ni el más duro antiguo simpatizante de la RDA de la década del setenta cambiaría por un minuto la competitiva realidad de la economía social de mercado de la Alemania unificada por la existencia segura, regulada y monótona del "primer estado de obreros y campesinos en territorio alemán". Es cierto que los alemanes orientales incluyen en su concepción política un poderoso ingrediente de justicia social e igualitarismo, heredado de su experiencia socialista, que lleva a muchos a votar por los antiguos comunistas (ya tan renovados que no postulan partido único, ni Muro, ni separación de Europa, ni estatización total), pero nadie quisiera volver al pasado, a un pasado que los alemanes han instalado en un minúsculo museo, situado frente a la Alexanderplatz: el Museo de la RDA.
Yo también creí en eso
Pero la caridad comienza por casa. Yo también creí en todo eso. Creí en mi juventud temprana a pie juntillas en el socialismo real como alternativa de desarrollo y prosperidad para Chile. Creí en que ese sistema, que conocí primero a través de las publicaciones del partido y la juventud comunistas, así como de revistas oficiales de las repúblicas populares –revistas de portada a color y de páginas gruesas, brillosas, en las que siempre aparecían obreros y campesinos sonrientes, bien vestidos y alimentados, felices de habitar la utopía–, presentaba la mejor alternativa para mi país y América Latina, una vía de modernización y justicia social, un mundo infinitamente superior al que teníamos entonces, una opción a la que se oponían "los intereses espurios del imperialismo norteamericano y las burguesías nacionales".
Por eso pedí mi ingreso a la juventud comunista en 1969 y por eso, después del golpe militar de 1973, preferí irme al Berlín Oriental antes que al Occidental, cambiar de bloque en medio de la Guerra Fría, irme a vivir detrás del Muro, en la utopía nuestra, como buen comunista. En mi calidad de egresado del colegio alemán, y tras haber aprobado exámenes que me permitían ingresar en universidades alemanas occidentales, era cuestión de trámite matricularse en ellas. Pero cuando uno es joven e idealista (ambas cosas a menudo van de la mano), uno muestra una coherencia (consecuencia, diríamos en Chile) que difícilmente se repite en la vida. Lo lamentable fue que rápidamente comencé a notar conductas desalentadoras en el socialismo: dirigentes y funcionarios del gobierno chileno depuesto que habían podido escoger entre exiliarse en París, Roma, Ámsterdam o Washington, por un lado, y Moscú, Bucarest, La Habana o Sofía, por otro, optaban por Occidente, desde luego. Otros, los que no habían podido escoger y les tocaba en suerte, digamos, Varsovia, hacían discretas diligencias para lograr que el partido los enviara a "cumplir misiones" en metrópolis occidentales. Me llamaba la atención que muchos de los dirigentes "del pueblo", aunque no vivían como pueblo en Chile, ahora, en el exilio, seguían celebrando el socialismo, aunque desde el capitalismo. Figuras emblemáticas de la izquierda, algunas de las cuales habían exigido a Salvador Allende radicalizar la marcha al socialismo, preferían Europa Occidental y Estados Unidos, o bien Ciudad de México o Caracas, en lugar del mundo socialista; eso sí, como si parafraseasen un poema de Heberto Padilla: dar un paso adelante y dos atrás, pero aplaudiendo siempre al socialismo.
Nunca he logrado establecer la causa última que me empujó a ser comunista. Tal vez fue el Zeitgeist, no mi cómoda procedencia pequeñoburguesa. Y sospecho que los dirigentes comunistas de extracción obrera tenían razón al desconfiar de alguien que venía de un colegio particular y padre masón. En el fondo, para mí los derechos individuales eran cosa sagrada, convicción que en algún momento colisionaría con la preeminencia de la masa y la doctrina comunista. Sospecho que me sentí atraído por esa ideología en el instante en que descubrí en los cerros de Valparaíso la miseria, en que me di cuenta de que, mientras yo iba a un colegio privado, otros iban a escuelas sin recursos; de que, mientras yo tenía casa y vacaciones, otros habitaban casuchas y mediaguas (Valparaíso no oculta diferencias sociales, por el contrario, las exhibe como ninguna otra ciudad); de que, mientras yo aprendía otras lenguas y podría estudiar en el extranjero, otros apenas aprendían a escribir y trabajaban desde niños. Creí realmente que el socialismo solucionaría aquello, que la oposición a Allende trataba de impedir que el pueblo se liberara, y que lo que se decía de los países comunistas no era cierto, porque las masas en la Plaza de la Revolución y la existencia de las repúblicas populares probaban la superioridad del socialismo.
Caen las vendas
Recuerdo una conversación con una estudiante alemana de la Universidad Karl Marx, de Leipzig, en 1974. Reinaba cierta confianza entre nosotros, gracias a mi dominio del alemán. Mientras afuera, en la Strasse Des 18 Oktober, caía la nieve, me preguntó:
–¿Y tú, por qué escogiste vivir en la RDA?–Porque no quería vivir en una dictadura –le contesté.
La muchacha me miró incrédula:
–¿Y la dictadura chilena te dejó salir del país?–Pues, si no te están buscando, claro que sí. Te deja.–Aquí no es así. ¿Y escogiste la RDA?–Claro, soy comunista. La RDA es un modelo para mi patria.
La muchacha, miembro de la organización juvenil oficial, FDJ, comentó azorada:
–¿Y escogiste venir al socialismo real? Curioso. Yo lo único que deseo es irme de aquí y vivir en Occidente, y no lo puedo hacer hasta que jubile.
Eran diálogos dolorosos porque tu utopía se estrellaba contra la realidad, la hacían añicos los supuestos beneficiarios del sistema. Era, desde luego, un sistema que rechazaban los alemanes orientales desde el comienzo del dominio soviético, como sostiene Ralf Dahrendorf en sus Reflections of the Revolution in Europe. Los comunistas alemanes, instalados en el poder por las tropas soviéticas en 1949, apostaron por la letal "vanguardia leninista", una concepción que parte del supuesto de que los elementos políticamente más esclarecidos del partido saben lo que le conviene al pueblo y que al final éste terminará por aprobar las opciones de la vanguardia. Craso error. Es por ello que nunca se realizan elecciones libres en un sistema comunista. Nadie en su sano juicio considera que es preferible que otros escojan lo que más le conviene a uno mismo.
A la larga, para mí, como para otros, el mayor antídoto contra el comunismo fue haber conocido el socialismo real.
Roberto Ampuero
NOTA: Este artículo es una versión editada y abreviada del texto del mismo título que aparece en el número de invierno de LA ILUSTRACIÓN LIBERAL. Pinche aquí para adquirir un ejemplar.
http://findesemana.libertaddigital.com
Nenhum comentário:
Postar um comentário