En la segunda parte de «El Padrino» sentenciaba el frío Michael Corleone que si algo ha demostrado la Historia es que siempre se puede matar a cualquiera. Desde el momento en que la razón prescinde de los escrúpulos morales y se dispone de la determinación para liquidar a un semejante no hay Caín que no cuente con su oportunidad; matar es relativamente sencillo si el asesino muestra la perseverancia suficiente. Cuando el objetivo homicida se vuelve una obsesión o un designio capaz de superar a cualquier otra consideración por razones políticas, religiosas o pasionales, lo único que puede impedir el crimen es la contingencia del azar, el efecto aleatorio de la suerte.
Que ETA quiso eliminar físicamente a José María Aznar lo prueba el socavón que durante meses tuvo levantada la calle madrileña de José Silva. Que no lo consiguió lo demuestra la feliz supervivencia del ex presidente mientras sus frustrados verdugos van poco a poco pudriéndose en la cárcel. A partir de estas realidades objetivas se abre un abanico de conjeturas que abarcan desde el delirio hasta la intentona, desde la conspiración al fracaso, y que al salir a la luz ejercen sobre la opinión pública la malsana, instintiva fascinación de la tragedia. Esa misma sugestión subconsciente que nos lleva a tildar de espectaculares o de audaces ciertos atentados que no son más que una hipertrofia perversa del viejo expediente del asesinato político y que solapan el carácter intrínsecamente cainita del homicidio con una mística guerrillera o con la simple exhibición de una nihilista voluntad de exterminio.
Tengo para mí que, al revelar estas tentativas de magnicidio, ciertas o inventadas, los terroristas pretenden apelar a esa perniciosa seducción que ejerce sobre nosotros la violencia para mantenerse de alguna forma en el candelero y arrogarse una cierta capacidad de amenaza en su más débil momento de operatividad y cohesión. Y que lo logran en la medida que sus relatos de misiles y demás inconclusas hazañas bélicas eclipsan la doble evidencia de su frustración y de su derrota y dan relevancia a esos fiascos más o menos veraces soslayando la triste certeza de que, para consolar su vocación aniquiladora de la decepción por tan grandilocuentes intentos fallidos, ETA ha matado por la espalda a decenas de civiles sin protección ni escolta, niños indefensos y cualquier víctima asequible por desprevenida o desarmada. Ésa es la realidad, y no la de hipotéticos golpes de efecto afortunadamente arrinconados en el vago limbo de las intenciones.
Como máquina de matar, el terrorismo vasco ha funcionado con implacable eficacia contra todo aquel que constituía un blanco inofensivo o fácil. Y su siniestro logotipo moral, su marca de fábrica, no es la de un avión presidencial bombardeado sino la de un concejal de Ermua tiroteado en la nuca, de rodillas y con las manos atadas con alambre.
Ignacio Camacho
www.abc.es
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