quinta-feira, 21 de maio de 2009

Bibiana Aído o el poder inocente

Uno de los efectos más nefastos que está generando la política del Gobierno de José Luís Rodríguez Zapatero es el de hurtar al pensamiento católico, y a la Iglesia, la posibilidad de un auténtico diálogo con la modernidad, que ya no lo es; con la sociedad secular, que ahora es "postsecular". Por más que se empeñen en repetir desde el socialismo gatopardo, los conceptos de laicidad, de progreso social, de política social, los radicales del mundo se han unido y se han venido a nuestro país para contemplar cómo se realiza un cambio generacional.

En España, entre las tribunas aparentemente libres del diario El País, la radical obsesión de deslegitimar a la Iglesia con la historieta del franquismo les está impidiendo acercarse a los debates intelectuales que se están produciendo en Europa sobre las relaciones entre fe y razón, entre religión y política, o profundizar en los recientes discursos de Benedicto XVI en Tierra Santa más allá de la inventada historia del pasado. Nos sobran los saramagos de turno y nos falta una generación de laicos capaces de sentarse a dialogar con los creyentes, sin contaminación de los clericales de siempre, de los que se metieron, en los años sesenta y setenta, en las sacristías para luchar contra Franco y aún no han salido de ellas. Ahora dicen que luchan contra la derecha, cuando ya ni la derecha parece tener un discernimiento claro –y no digamos unánime– sobre la realidad. Las últimas salidas de Rajoy en contra del aborto, y las tímidas incursiones de respuesta a la píldora abortiva, no son más que indicadores de la necesidad de colocarse en un espacio público, por eso de que la tierra de nadie acaba ninguneando a todos. A la derecha le falta convicción y le sobra convención. Es cierto, y no se puede negar, que la crisis económica y financiera es una crisis ética, moral. Pero también lo es que con el voluntarismo que siempre ha caracterizado a la derecha sociológica se podrán ganar las elecciones, pero lo que no se va a ganar es el plebiscito de la educación, el ejercicio de ciencia y de conciencia más real que imaginar pudiéramos.

Estos días pasados hemos asistido al bochornoso espectáculo de la justificación social y política del aborto, y de la persecución pública de quienes se oponen a esta nefanda ley. La secretaria de organización –no parece que de ideas– del PSOE, Leire Pajín, ha dicho que de lo que se trata con el aborto es que las mujeres disfruten con seguridad. Parece que la conspicua socialista no ha pensado en que el feto también tiene derecho a un estado previo al disfrute, la vida, para posteriormente disfrutar con, al menos, parecida seguridad a la de su madre. Pero lo más alucinante es que la socialista Pajín ha añadido que quien se opone al aborto, a la píldora del día después –esas geniales ideas, únicas, inéditas, del socialismo español– se está oponiendo a la Europa social, como si Europa quisiera distinguirse, precisamente, por el asesinato masivo de inocentes o por la irresponsabilidad médica y farmacológica.

No nos engañemos, a lo que nos enfrentamos y confrontamos en España es a una de las más sutiles formas de invasión "del poder inocente". El poder inocente ha sido, en la historia, la antesala del totalitarismo. El poder inocente, según los politólogos, y quienes lo han experimentado, es el poder político que se pone más allá del bien y del mal y que reivindica la inocencia permanente, que está por encima del sentido común. El poder inocente siempre sale impune, haga lo que haga; el poder inocente siempre tiene la razón, porque la realidad del cambio social le legitima. Toda la cultura progresista ha estado movida por la consolidación de ese poder inocente cuyas acciones no pueden ser juzgadas y evaluadas por la simple conciencia personal. Hay quien ha señalado que el primer poder inocente ha sido la cultura, una cultura de izquierdas que ha conseguido la aceptación social del aborto y de la píldora abortiva, y que está empeñada en múltiples batallas. El mito del poder inocente no es tan inocente en la configuración de un Estado, en apariencia, moralmente neutral como el que impone una ética a los niños que asisten a las aulas. Muchos de los lectores se estarán imaginando la representación de ese poder inocente: la ministra de Igualdad, Bibina Aído, un icono perfecto de esta estrategia de invasión de la conciencia, y de manipulación de lo real.

José Francisco Serrano Oceja

http://iglesia.libertaddigital.com

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