quinta-feira, 14 de maio de 2009

La Tierra Santa que Dios quiere

George Steiner nos ha recordado la boutade del filósofo alemán Hegel, nada amigo de los judíos. Escribía el pensador del espíritu: "El Todopoderoso viene un día y le dice a un judío: Mira, puedes escoger: la salvación eterna o el periódico de la mañana. Y el judío escoge el periódico de la mañana". A los judíos les fascina la historia, como tormenta de su destino. A los cristianos también, como el lugar de lo destinado por Dios para la realización de lo divino y lo humano.

Este viaje del Papa a la Tierra Santa, a la tierra que pisó Jesús, hay que entenderlo en la pedagogía de la esperanza, el gran tema del pontificado de Benedicto XVI. No pocos territorios del creciente fértil han representado para numerosos pueblos el paraíso. Las nuevas formas de paraíso se han encadenado, por obra del mesianismo implícito de las ideologías, al horror y al terror, a las experiencias más profundas de mal en la vida de los pueblos y de las personas. El Papa, en Israel, nos está recordando que aún la tierra más sagrada, la nación impregnada por la presencia de lo sagrado, puede ser profanada por el mal que anida en el corazón del hombre. Los espejismos del paraíso terrenal y de la tierra prometida, si no nacen del corazón que acepta por la fe la Palabra de Dios, y aplica la razón en su relación con Dios y con los demás, –un Dios al que la razón evidencia con su fortuna y al que oramos como la esperanza de nuestra acción–, se convierten en las murallas del infierno. La degradación más aguda de lo sagrado es el conflicto en nombre de Dios, un conflicto que no sólo atenta contra la fe, también contra la razón.

Para los judíos, la historia es el tiempo de la salvación como sustituto de la salvación. La presencia de Benedicto XVI, como peregrino de lo humano, como profeta de la historia y como actor del progreso en la historia, no puede por menos de fascinar a quienes se consideran herederos del éxodo, del destierro y del amor a la tierra. Esta visita apostólica necesita, como respuesta, de la magnanimidad del hombre religioso y de la honestidad del intelectual. Si los conspiradores medios globales se empeñan en deformar esta peregrinación, con antecedentes e historias de sombras agridulces, estarán haciendo un flaco favor al logos universal, a la razón universal y a la ética universal. Reiteradas veces, el Papa, que se ha confesado peregrino de paz en nombre del Dios único, padre de todos, se ha referido a un libro precioso, que ha marcado su obra Jesús de Nazaret, el diálogo de un rabino con Jesús. Un libro que resuena como eco en algunas de las afirmaciones que están en las palabras del Papa, que pretende, con este peregrinaje apostólico, que los judíos, que los musulmanes y que los cristianos no se integren en un punto de encuentro irenista, que les disuelva en lo políticamente correcto de la historia, sino que vivan su fe con mayor conciencia y convencimiento y descubran, en su existencia, que la vida de fe es una decisión firme, no un mero hábito cultural o institucional. Sólo se podrá un diálogo entre las religiones si cada interlocutor se toma en serio la fe, si se respetan unos a otros y si descubren el camino común, la razón, que les lleve a aceptar el presupuesto del Dios vivo y verdadero, padre de todos.

Hay un aspecto de este viaje, que tiene dos polos, que ha quedado claro en sus primeras intervenciones: desde hace ya muchos años Benedicto XVI no cree que la solución al problema del islam en el mundo occidental sea que experimente su propia ilustración, al estilo de la del XVIII. Si por algo se sienten amenazados los musulmanes es por el cinismo de una cultura secularizada que niega sus bases. Lo que necesita el islam sería, por tanto, una purificación que rompiera con los sistemas legales que lo fijan étnica y culturalmente y que establecen límites a la esfera de la razón en quien confiesa esa fe. Uno de los comentaristas del discurso del Papa en Ratisbona, James V. Schall, ha señalado que, en sus raíces filosóficas, el secularismo moderno y el islam no difieren mucho dado que comparten una misma tendencia voluntarista. Ambos rechazan un orden de la razón que se nos impone como específico de lo humano. El islam, que no es una realidad uniforme, no es un interlocutor aparentemente fácil. Sin embargo, siempre permanece la posibilidad de que, como señaló Benedicto XVI en el Centro Nuestra Señora Reina de la Paz, de Ammán, "la fe y la razón nos ayuden a ver un horizonte más allá de nosotros para imaginar la vida como Dios la quiere", también en Tierra Santa.

José Francisco Serrano Oceja
http://iglesia.libertaddigital.com

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