domingo, 17 de maio de 2009

Píldoras

Así era el estilo de iniciación sexual de los tiempos aquellos de mis mocedades: silencio absoluto sobre el asunto en casa y en las aulas, y especulaciones variopintas en el seno de la horda viril, rigurosamente escindida de las chicas en la escuela, en la iglesia y hasta en la calle, pero en posesión de emocionantes secretos transmitidos por tradición oral desde las cohortes más añosas, que los iban revelando en dosis homeopáticas a lo largo de un impaciente rito de paso. Tales revelaciones tenían sus aspectos sórdidos, quién lo duda, pero, en lo fundamental, preservaban algo tremendamente necesario: la noción de peligro asociada a toda diferencia irreducible, y eso nos volvía prudentes, si bien no templados, pero, al menos, la prudencia es una virtud. Es decir, se trataba de una iniciación educativa, porque la educación consiste en un descubrimiento gradual de los límites, para el que no hay mejores mentores que tus iguales, siempre que éstos no hayan sido previamente corrompidos por una modalidad cualquiera de sexología racionalista. En esta materia, nunca me he fiado de las tres supuestas fuentes de información autorizada: padres, maestros y curas. En cambio, Manolito, el repartidor de la tienda de ultramarinos, jamás me defraudó.

Vaya por delante que hablo de un pretérito pluscuamperfecto. Ya no existen Manolitos. La ESO se los cargó, y equipos de ecuatorianos adultos reparten hoy, mediante flotillas de furgonetas, los pedidos del híper. Ignorante de la primordial función pedagógica que cumplió antaño, Manolo, tras su denodada lucha por el sustento, se dispone a traspasar el camión y la administración del bar de Aluche al fracaso escolar de su camada, el único que no consiguió licenciarse en Informática. O está a punto de que le casquen una jubilación forzosa en el banco. Seguro que la suya ha sido una vida de estrechez económica, pero relativamente plácida en lo afectivo, bastante más que la mía, supongo, porque era buen currela y mejor persona. No sé que le veían las gentes de orden para que les inspirase aquel pavor (para qué vamos a engañarnos: sí lo sé, pero no merece la pena mencionarlo).

En resumen, confié siempre más en la intuición y el sentido común de los Manolitos que en la disciplina institucionalizada, y no me ha ido tan mal. Admito que, a las generaciones anteriores, lo de la nuestra puede parecerles, con razón, un desmadre. Vale. Lo fue, en parte, y en parte, no. Mantuvimos la conciencia de la unidad de Eros y Tánatos, o sea, del vínculo fatal del deseo con la muerte, y de la dificultad de la relación entre los sexos, que no es una relación entre iguales. El poder se limitaba a ponértelo más difícil todavía, y no, como ahora, a intentar solucionar un problema que no tiene solución. La moral retrógrada de aquella época multiplicaba los obstáculos, pero, una vez los vencías, te dabas cuenta de que la meta deseada era un obstáculo en sí misma, y verdaderamente insuperable. Ahora bien, la represión oficial, por una parte, y el saber silvestre y clandestino de Manolito, por otra, te habían entrenado para afrontar la decepción. Lo malo es cuando desde el propio poder te aseguran que todo es cuestión de técnica y farmacopea. Mienten, pero comprendo que, a los dieciséis años y sin un Manolito al lado, resulta imposible pillarles el truco a estos señores y señoras tan simpáticos y permisivos, que vienen a venderte la utopía en forma de profilácticos y píldoras del día siguiente a precio de botellón. Irresistible encanto, el de la pedagogía como forma ministerial de pederastia.

Jon Juaristi
Poeta y ensayista español nacido en Bilbao en 1951.
Doctor en Filología Románica, ha sido catedrático de Filología Española en la Universidad del País Vasco y en New York University; asimismo ha sido profesor investigador en el Colegio de México, México D.F., profesor titular de la Cátedra de Pensamiento Contemporáneo de la Fundación Cañada Blanch en la Universidad de Valencia y director de la Biblioteca Nacional. Desde marzo de 2001 ocupa el cargo de Director del Instituto Cervantes.

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