sábado, 16 de maio de 2009

Tres libertades

Cada siglo y cultura tienen sus palabras y cada palabra encuentra su despliegue dentro de una cultura o de un siglo. El siglo XVI y XVII tendrán la palabra experiencia, el siglo XVIII razón y naturaleza, hasta aplicar el adjetivo natural a toda una constelación de realidades: orden natural, ley natural, derecho natural... El siglo XIX gira en torno a las palabras historia y libertad en la perspectiva social y política frente a las monarquías soberanas, las actitudes dogmáticas o las oligarquías nacientes. El siglo XX ha radicalizado las búsquedas anteriores en torno a las mismas palabras pero lanzadas hacia la utopía de un futuro nuevo y de una sociedad construida sin referencia a la historia y a la naturaleza previa.

Logradas estas conquistas, tras las cuales ya no hay posible retorno, ¿cuál es la situación real de la libertad personal del hombre hoy? No hablamos de la libertad natural, que es la prerrogativa de los hombres a diferencia de los animales; y sin la cual la existencia no tendría ni dignidad real ni responsabilidad moral. Tampoco hablamos de las libertades civiles tal como están reconocidas en el ordenamiento jurídico de muchos países, aunque no en todos; pero cuando se ha conquistado una idea o un derecho para unos hombres esa idea y derecho quedan conquistados para todos y sólo es cuestión de tiempo el implantarlos jurídicamente con todas sus exigencias. Nos referimos a ese otro orden humano que se juega precisamente entre la libertad natural como presupuesto de toda acción del hombre y las libertades civiles como marco de realización y defensa.

Ser libre es el anhelo de todo hombre, pero ¿cómo llegar a serlo? Tres son los caminos y las formas de libertad. Una primera es la libertad de. Hay que pisar en la tierra para poder avanzar, pero a la vez para despegarnos de ella, tendiendo hacia lo que no es tierra, límite, fuerza ciega, violencia natural. Nadie ha mostrado este esencial despegue como Miguel Ángel en sus esbozos de esclavos, niños y héroes emergiendo de la materia marmórea en la cual están insertos pero de la cual tienen que ser arrancados y liberados. Lo humano no es lo inmediato y directo sino lo esforzado y distanciado; no la naturaleza sino la cultura. El hombre tiene que ser liberado de esos pesos reales, previo reconocimiento de ellos como fundamento de nuestra posibilidad. El reconocimiento y consentimiento son lo contrario del resentimiento; por ello, estoy afirmando que la conciencia y aceptación de nuestro origen son la condición de posibilidad para crecer sanos y llegar a la libertad verdadera.

La liberación o emancipación tiene lugar respecto de tres órdenes: la naturaleza; los poderes políticos y constricciones sociales; el propio mundo psicológico de complejos y temores, de légamos y viscosidades. Desde esas circunscripciones, que son previas a la específica humanidad, tiene el individuo que saltar para hacer de su propia existencia un proyecto. Aquí hay que situar todos los movimientos de emancipación de los pueblos, grupos e individuos para adquirir el estatuto y estatura que les son connaturales por su historia, cultura y decisión. Hay límites de naturaleza que tienen que ser reconocidos y admitidos: luchar contra ellos equivale al suicidio. Pero todos los que siendo de origen natural o social son superables, esos tienen que ser deconstruídos por la educación, el derecho y la política.

Una segunda forma constituyente del hombre es la libertad con. Los hombres no somos islas sino trozos de tierra pertenecientes al continente de lo humano. No somos árboles erguidos en la soledad de un monte sino parte de un bosque que trenza sus raíces y ramas, ofreciendo ventalle y sombra. La existencia humana es naturaleza pero sobre todo es comunidad e historia, somos herencia y destino: llegamos a ser palabra, signo, lenguaje e idea en la medida en que el rostro, la sonrisa, la palabra y la esperanza del prójimo nos despiertan a la conciencia y a la libertad. Los otros constituyen al nos-otros, porque no somos la mera agregación exterior con los demás sino que nos constituimos los unos a los otros.

La libertad sólo es humana en la medida en que se vive en referencia a los demás. La autonomía es para el servicio, no para la independencia insolidaria. Kant y Rahner son necesarios e irrenunciables, pero son insuficientes si no dejan patente la abertura para integrar en la comprensión del hombre lo que Buber, Mounier, Levinas y Balthasar nos han descubierto e inscrito definitivamente en nuestra conciencia. Con esto no olvidamos todo lo afirmado en el párrafo anterior sobre las necesarias liberaciones y lo que sobre ellas dijeron en el siglo XIX Marx, Nietzsche y Freud. Pero no nos paramos ahí. San Pablo -¡que evidentemente no había leído los «Cuatro ensayos sobre la libertad» de I. Berlín!- formuló con incisiva claridad la necesaria liberación propia a la vez que la esencial solidaridad y responsabilidad para con el prójimo. En su carta a los Gálatas expresa con igual radicalidad el haber sido liberados de la ley judía y el deber de servir a los demás: «Para ser libres os libertó Cristo. Manteneos pues firmes y no os dejéis oprimir nuevamente bajo el yugo de la esclavitud... Hermanos, habéis sido llamados a la libertad; pero no toméis pretexto de esa libertad para servir a la carne, sino servíos por amor los unos a los otros» (5,1.13).

La tercera condición para una existencia en dignidad es la libertad para. Hasta ahora hemos enfocado al hombre en lo que le precede (naturaleza, sociedad, inconsciente propio o colectivo), a la vez que en el medio humano al que está destinado y respecto del cual debe sentirse siempre heredero, solidario y responsable, ya que se es hombre con los demás y para los demás. Pero una vez hecho esto cada uno nos encontramos en soledad ante nosotros mismos, ante el prójimo y ante Dios. En este despegue de la naturaleza y sociedad previas los hombres quedamos enfrentados con el irrenunciable desafío de vivir como personas únicas, en un lugar único, con la exigencia de hacer un quehacer y de la obra bien hecha. Ninguna sociedad, política, iglesia, cierran del todo el camino para el despliegue de la libertad de un hombre. Cuanto más le acosan desde fuera más le provocan a su afirmación desde dentro. El hombre es extraterritorial respecto de todos los poderes y límites de este mundo; puede ser negado, pero nunca anegado del todo. Ante sí mismo se sabe un absoluto y ante Dios se sabe llamado con su propio nombre y enviado a una misión personalísima. Aquí es donde cristaliza definitivamente la libertad. El ciudadano, el político, el creyente y el poeta se saben puestos ante una misión de la que nadie los puede liberar y de cuyo cumplimiento dependen su grandeza o miseria moral.

Estas tres libertades son inconmensurables entre sí: cada una de ellas tiene sus contenidos y requieren un método propio para ser alcanzadas pero no pueden vivir separadas. Cada hombre y cada generación se sentirán llamados a conquistar en primer lugar una u otra: la libertad de, como independencia, liberación, emancipación; la libertad con, como herencia, comunidad solidaridad; la libertad para, como personalización, destino único, misión histórica.

Los distintos tipos de liberaciones deben ser comprendidas y juzgadas a esta luz. Los adalides de cada una de ellas nos desbrozan e iluminan un territorio de lo humano; pero las tres son igualmente necesarias, viven referidas entre sí y deben interaccionarse.

La verdadera cultura y la virtud cívica abarcan al hombre como individuo en su contexto particular, como ciudadano responsable en la sociedad y como persona con un destino único. Sólo en esta suma de ideales colectivos y de virtudes personales, de acciones sociales y de instituciones escolares, se logra una educación a la altura del tiempo, solidaria con la comunidad y al servicio del valor sagrado de cada persona.

Olegario González de Cardenal, Catedrático de Teología en la Universidad Pontificia de Salamanca y miembro de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas

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